August Strindberg tenía un jardín

Mi jardín y otras historias naturales. August Strindberg. Traducción y epílogo de Natalia Zarco. Elba editorial

La noticia de este pequeño tomo escrito por Strindberg en 1888, su año más fecundo, es que el autor de La señorita Julia y Acreedores, tenía un jardín, un paraíso particular. El libro, como señala Natalia Zarzo en el epílogo, no es solo un ensayo sobre cuestiones naturales, sobre plantas, sobre la caza o la pesca. Mi jardín y otras historias naturales ilumina la vida de Strindberg con otra luz, nos ayuda a entender su alma, su modo de pensar, y nos revela detalles importantes sobre su pasado. La obra tuvo una buena acogida entre los lectores de su tiempo. Y ese éxito no fue del agrado de Strindberg, que hubiera preferido que su público hubiera leído con más interés sus dramas. La atmósfera de Mi jardín es muy diferente de la que reina en sus obras naturalistas, que tienen, como dijo algún crítico de su época, «una ambientación lúgubre que da escalofríos».

En Mi jardín y otras historias naturales, Strindberg regresa a su infancia, al momento en el que percibió la belleza de las flores en los macizos del jardín de su padre. El dramaturgo experimenta una remembranza que le transporta: «te sentiste dichoso como si hubieras rejuvenecido; extrañas y radiantes percepciones auditivas y visuales te sumergieron en el corazón mismo de la mañana. Viste caritas de niños y trajes de organza, oíste canciones que no se habían vuelto a cantar y que habían quedado escondidas en los estantes polvorientos de tu cerebro, detrás de las hileras de libros encuadernados en cuero oscuro y pergamino mafril; vista a la Bella Durmiente, a Caperuciqa Roja y Pulgarcito...» Luego se asusta y aparta de un manotazo ese regreso a la infancia: admirar la juventud es solo un síntoma de senilidad. Strindberg se niega su paraíso.

Pero es solo un instante adulto. Pronto vuelve: «el jardín era todo color y luz y alegría de vivir y uno era feliz sólo con contemplarlo». El mundo de los adultos, en sus obras, tiene, en efecto, otro color, sombrío, dominado por la lujuria, el odio, el pecado. Del jardín, de su Edén particular, Strindberg lo sabe todo. En estos ensayos demuestra un conocimiento científico de las plantas, del canto del ruiseñor, de las artes de la caza y de las técnicas de la pesca. Siempre en solitario. Aquí también, en el jardín, es un misántropo: «cuando dos buenos amigos van a pescar siempre sale mal, sea por la pesca, sea por la amistad; y cuando son más de dos, los clanes se forman inevitablemente, como cuando navegamos a vela y la minoría competente se encuentra sometida a una presión brutal».

El lector que se asome a estos textos con el prejuicio de su antigüedad dará un salto ante algunos comentarios que parecen de hoy por la mañana: «cazar es una actividad noble y viril que, en los últimos tiempos, se ha ido desacreditando, mientras que estar enfermo de los nervios se ha convertido en una especie de rasgo de nobleza del que puede valerse cualquier individuo». En Mi jardín se habla de la caza de la liebre, y Strindberg vuelve a dar síntomas de que prefiere a toda costa la soledad. Siente aversión por la caza organizada, y se lamenta de la presencia del hombre en la naturaleza. Tampoco es que sienta atracción por los animales domésticos. Al perro lo considera cobarde y miserable y los hombres que tienen inclinación afectiva por los canes no le inspiran ninguna confianza.

Strindberg demuestra en estos ensayos que conocía muy bien las últimas teorías de la ciencia, la de la selección de las especies de Darwin o los descubrimientos sobre el comportamiento y organización de las abejas. Pero si hay entre todos un ensayo interesante es el titulado «Los secretos de las flores», en el que comienza con una respuesta sobre el color de las flores y las hojas de las plantas, para terminar con una digresión sobre la sinestesia, es decir, la atribución de cualidades visuales a la música.

Mi jardín eleva su poesía colorista y luminosa, de una felicidad nostálgica, sobre la obra sombría y áspera de un hombre decepcionado hasta la amargura por la experiencia humana.

Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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