Hasta ahora hemos dado por sentado que un sapiens, normal y corriente, tiene la capacidad de pensar; que viene al mundo pertrechado con esa original forma de mirar cuanto le rodea. Además, su mirada no es indiferente, sino que absorbe cada detalle con su atención, ya que a muchos en otras épocas y a otros muchos ahora, en otras latitudes más bárbaras que las nuestras, les va la vida en ello.
Si la especie humana no se ha extinguido con el primer constipado de Caín ha sido, precisamente, por esta atención innata que ha hecho de nuestra frágil especie seres capaces de adaptarnos a cualquier clima, a construir chozas, casas, villas, pueblos, ciudades, países e imperios; cada uno con su peculiar forma de subyugar a otros o de acogerlos al calor del hogar cuando llegaban las grandes nevadas. Porque decidir entre el bien y el mal, también es pensamiento.
Ahora bien, que pensemos y que esta acción haya sido nuestra ventaja para no desaparecer de la faz de la tierra, no significa en absoluto que le saquemos todo el buen provecho que merece.
Si vamos un poco al fondo, pues de eso se trata, y prestamos atención porque nos seguimos jugando la vida en ello, comprobaremos que la mayoría de las veces y en la mayoría de los humanos, el dichoso pensamiento brilla por su ausencia, o por su pobreza.
Asomarse a los adentros es asomarse, en muchas ocasiones, a un vacío de conciencia, como si sufriéramos desconexiones súbitas del material elemento en el que “nos movemos y existimos”, según expresión paulina; como si nos ausentáramos del entorno, de las personas y de nosotros mismos, como si nos hubiéramos trasladado a un Macondo abstracto o a una Babia ensoñadora. Por eso, nunca es vana la insistencia en un pensamiento real y que tal pensamiento necesita alimentarse de alguna forma. Pero, y ¿cómo lo alimentamos? ¿Cómo lo fortalecemos? ¿Cómo hacer fructífero el pensamiento? Con la Realidad; es decir, con el inmenso horizonte que se abre ante nuestros ojos y ante cualquier hombre que se acerca a nosotros.
Parece evidente pero, como digo, adolecemos de una indiferencia, de una inapetencia ante este alimento. Y un ser inapetente, indiferente, ausente de la realidad, de sí mismo y de su desconocido prójimo, puede degenerar en un monstruo o en un simple peón dispuesto a ser comido en cualquier instante. Basta un momento de distracción…
Para que esto no ocurra es necesaria la Realidad, la tangible; no la imaginada o la que nos pueden haber descrito desapasionadamente como un magma informe, fruto del azar. La Realidad no es sólo asiento, tierra, mar y objetos. No es sólo un planeta más o menos redondo, hipnotizado por el sol. No es sólo el suelo que pisamos. No es sólo el agua que navegamos sino, sobre todo, es el Lugar que enciende, aviva y abre el pensamiento al infinito del que hablaba Leopardi en su canto XII:
“…contemplando
los interminables espacios lejanos,
los silencios sobrehumanos y su
profundísima quietud,
se extravía el pensamiento,
hasta casi liberar mi corazón del miedo.
E igual que el viento
susurra entre las plantas,
en el infinito silencio mido mi voz:
y me subyuga lo eterno, y las estaciones
muertas,
y la presente y viva, con toda su sonoridad.
Y naufragar me es dulce en este mar.”
Sin esta profundísima Realidad no habría nada que nos animara a salir de nosotros mismos; no habría nada que mereciera ser nombrado y, por tanto, tampoco habría nada imaginable, concebible, construible…; reinaría el caos, el vacío más absoluto como, desgraciadamente, reina en tantas cabezas perdidas en sus ausencias y elucubraciones.
Si seguimos adelante y un poco más al fondo de la superficie. Si alzamos los ojos al cielo y mensuramos su inefable profundidad, y después los lanzamos al horizonte cada tarde, no es sólo por capricho, sino porque ella –la Realidad- coqueta como es, nos invita a ser mirada; nos lanza guiños, nos lanza señales. Los más atentos dicen, incluso, que habla; y que nos convoca a cada uno, personalmente, si conocemos su idioma de signos.
Ya lo dice Eugenio Florit, uno de tantos poetas que hablaban el mismo idioma de la Realidad, precisamente, por sus inefables signos:
“…Si vivir es bueno.
¿No sabes su ritmo?
Pregunta a los árboles
su cantar. Su intranquilo
lenguaje a las estrellas.
Al ruiseñor su trino.
Verás, cuando lo sepas
-el errar de la nube y el sonido del viento-,
cómo es bella la vida.
Y un sincero optimismo
te hará escalar la cima
de la montaña.
El infinito
desplegará ante ti su velo de oro
y entonces, pobre ser descreído,
comprenderás la ciencia de la vida
y serás otro, siendo el mismo.
Como podrá comprobar el lector atento, la atención de Leopardi y de Florit al idioma de la Realidad, nos pone ante el misterio de la vida y ante las preguntas que todo hombre lleva dentro aunque no consiga formularlas como un poeta. Pero para eso están, como ya dije, los grandes maestros de los que aprender de nuevo a vivir como hombres libres. Y no hay libertad más grande que reconocer el inmenso rostro del Infinito y sus constantes llamadas a nuestro corazón.