Es realmente curioso cómo, en la vida, las cosas más inesperadas ocurren de forma espontanea. Cosas que en muchos casos vienen a transformar tu existencia, para bien o para mal. Y vienen para quedarse. Hace exactamente un año, concretamente el cuatro de diciembre de 2020, a las nueve de la noche, yo me encontraba en urgencias del Hospital clínico San Carlos de Madrid. El enfermo, en este caso, no era yo, si no mi mujer. Presentaba una hemorragia que duraba ya muchas horas y estaba esperando ser atendida mientras yo, debido al Covid, estaba esperándola en la sala de espera de la recepción del hospital.
Cuento todo esto por lo estrambótico, lo berlanguiano de la situación. Yo, solo en una sala. Mi mujer, sola en otra sala, aunque yo lo ignorase, sintiendo que se le iba la vida, literalmente, por momentos. Recuerdo que intenté llamarla y me cogió el teléfono, pero apenas podía hablar, por lo que, saltándome todas las normas Covid del hospital, subí a la planta en la que se encontraba.
Ella estaba es shock. Conseguí llegar allí justo antes de que empezase a convulsionar, para terminar perdiendo el conocimiento. Justo a tiempo para liarme a gritos en el pasillo hasta que aparecieron no menos de cinco médicos y se la llevaron a la carrera para sacarla del colapso. Todo esto, por si cabe alguna duda, es literalmente cierto.
Un año de separación de los padres y amigos, de dificultades y de pérdida de libertades, todo ello en nombre del sempiterno Covid. Pero he de decir, que en este año tan gris, en este año de mercurio en muchas vertientes, la escritura ha salvado, como dice Ismael Serrano, mi vida y mi cabeza.
La verdad es que conservé la calma, dentro de lo que cabe, al menos hasta que mis hijos empezaron a llamarme, por turnos, para contarme que se estaban peleando en casa y liando la de San Quintín. Como todo empezaba a parecerse demasiado a una película de Woody Allen, zanjé este asunto con cuatro gritos, una vez más, que me valieron una reprobación de la enfermera de planta. Lógico, por otro lado.
Así que allí estaba yo. Solo, preocupado por mi mujer, cabreado con mis hijos, reprobado por la enfermera, cuando, de repente, recibo un mensaje en el móvil, a través del whatsapp. Solo una noche como aquella, irreal, convulsa y surrealista podía desembocar en un desenlace así.
El mensaje era de Alfredo Urdaci. Para mí, entonces, Alfredo Urdaci era, y lo sigue siendo ahora, un periodista de primera línea, con una trayectoria profesional más que envidiable, y el tipo al que yo había visto, años atrás, presentar y dirigir el telediario. Tengo que decir que yo veo el telediario todos los días, llueva o truene. Era, por tanto, alguien que se encontraba en mi ideario personal, pero que, indudablemente, nunca pensé que entraría, de un modo u otro, en mi vida.
Y menos, en los términos en los que, asombrosamente, se había hecho carne en mi móvil. Alfredo Urdaci, nada menos que Alfredo Urdaci, me escribía para decirme que estaría encantado de que escribiese en su revista, para más ende, esta revista, FanFan y que ponía a mi disposición sus páginas.

Como ustedes podrán imaginar, por los antecedentes de la noche, lo siguiente que cabía esperar era que se me apareciese Morfeo, de Matrix, y me hiciese elegir entre la pastilla roja y la azul. No obstante, y pese a la preocupación, me rehíce. Por supuesto le dije a Alfredo que estaría encantado y le expliqué, muy grosso modo, la extraña circunstancia en la que me encontraba inmerso en esos momentos. Él, como el caballero que es, dejó para más tarde nuestra conversación.
Afortunadamente, mi mujer se repuso a aquella situación. Un par de días más tarde, el seis de diciembre de 2020, se publicaba en FanFan mi primera columna, “ La columna vacía “. Empezaba así un año convulso y apasionante, que me ha llevado por caminos escabrosos en lo personal. Un año en el que he perdido seres queridos y que ha sido realmente duro en muchos terrenos. Un año de separación de los padres y amigos, de dificultades y de pérdida de libertades, todo ello en nombre del sempiterno Covid. Pero he de decir, que en este año tan gris, en este año de mercurio en muchas vertientes, la escritura ha salvado, como dice Ismael Serrano, mi vida y mi cabeza.
A fecha de hoy, publico en varias publicaciones digitales. Es verdad que este es un mundo complicado, en el que avanzar es costoso y conlleva trabajo y constancia, pero lo que la literatura me ha aportado en este 2021, es impagable. Me ha regalado momentos maravillosos, me ha hecho recuperar la autoestima en situaciones realmente complicadas y me ha aportado un porqué, un hacia donde, un cómo.
No es la primera vez que manifiesto mi gratitud. Gratitud a Alfredo Urdaci, al que hoy por hoy me siento orgulloso de poder llamar amigo, por su generosidad, por su valentía y por la libertad que siempre, aun cuando era un neófito, me ha brindado para seguir publicando. Gratitud a la vida, al destino, que te brinda oportunidades inesperadas y me permitió, esta vez sí, subir al tren que se me paró delante. Y por supuesto gratitud a todos aquellos que, artículo tras artículo, no solo me han leído, lo cual es, sin duda, una muestra de generosidad impagable, sino que, además, me han animado a seguir, me han ayudado a mejorar y me han dado un motivo para estar, ahora mismo, delante de este teclado, feliz.
No hay nada más bonito, más gratificante, que saber que, humildemente, hay gente a la que este autor ha hecho un poco más feliz, ha obligado a pensar o al menos ha entretenido, en algún momento.
Así que, en este aniversario de mi nueva vida, gracias a todos. Viva la literatura.
