Estación once, cuando sobrevivir no es suficiente

En la sobresaliente película, La carretera, Charlize Theron lucha contra Viggo Mortensen por la forma de afrontar su delicada situación: matrimonio con hijo en un aterrador fin del mundo. La idea de Viggo es sobrevivir a toda costa. La de Theron es rendirse, porque bajo esas condiciones tan precarias, tan conocidas por el cine y la literatura y en algunas tierras, en algunas épocas, no es posible la vida tal y como ella la concibe. Para Charlize, levantarse cada mañana con la única motivación de buscar comida y procurarse abrigo a la perpetua luz de las velas, bajo un indeleble olor a miedo, no es vivir. Y por eso se baja del tren. Son dos maneras, dos sistemas de pensamiento humano ante una situación crítica. Ser o no ser. Vivir o sobrevivir. Aguantar hasta el final, sea ese cual sea o dejarse morir en un frío y sucio rincón. Valga la referencia cinematográfica, salir o no salir del supermercado.

Vacunarse o no vacunarse, he ahí la cuestión.

Se dice por ahí que es la serie sobre una pandemia mundial que ha sobrevivido a esta pandemia actual, ya saben, la nuestra. Incluso que sus creadores se aprovecharon de eso para darle a su trabajo un punto más realista. Yo no me lo creo. “Estación once”, basada en el libro del mismo nombre de Emily St. John Mandel de 2014, podía haber sido entregada en cualquier momento de los últimos 20 años. No es que antes de ellos no hubiera historias semejantes, pero estas dos décadas pasadas han mantenido una aceleración de numerosas versiones sobre imaginados fines de la civilización humana. Incluso este autor tiene su personal e inédito granito de arena literario con la causa Armagedón. Eso sí, para bien o para mal, “Estación once” es totalmente distinta a las demás.

“El viaje a ninguna parte” es una novela, -basada en una radionovela creada por él y que después él mismo dirigiría en una magnífica y premiada película-, del polifacético Fernando F. Gómez. Ya se sabe, una compañía de cómicos ambulantes en los inicios del franquismo, (cada grupo de supervivientes con su particular apocalipsis), cuyo espectáculo vaga en peligro de extinción por culpa de las modernas salas de cine. Y es una compañía de teatro itinerante, -cuánto argumento da lo errante-, la protagonista de “Estación once”. Una serie de diez capítulos disponibles en HBO que, por su original propuesta, se aleja de las ya conocidas, eternamente masticadas y vueltas a cocinar, en una aceptada obsolescencia, siendo, en algunas aristas y, a la misma vez, una criatura engendrada por la aterradoramente brillante producción francesa, “El colapso” y la hipnótica “The leftovers” y su Carrie Coon.

Cubierta de emotivos flashbacks, -los geniales y parpadeantes fondos en algunas escenas con el antes y el después de la catástrofe, me animan a nombrar a Alan Weisman y su ensayo “El mundo sin nosotros”-, también de idealista pedantería “simbólico-abstracta”, la serie, con su magnético sopor, traspasa la línea de lo esperado, de lo ya visto, quizá mofándose del maniqueísmo de casi todas las producciones sobre desmoronamientos de la civilización, con un mensaje muy claro: que sí, que sí, que esto es el fin del mundo y hay mucha destrucción, mucha muerte, radiación. Sin agua. Ni comida. Mucho frío. Zombis.

estación once

Violentos saqueadores, casi siempre caníbales. Héroes con y sin ballesta, que caminan y caminan sobre interminables carreteras, normalmente cubiertas de hierba, buscando recursos, con el latunismo y el salvaje egoísmo como conductas más lógicas, olvidando el mañana mientras se recuerda el ayer. Aferrados al hoy. Todo eso, sí, pero… después ¿qué? ¿Sobrevivir y ya está? No, porque para muchos, Charlize Theron tenía razón. Porque la vida humana es algo más que existir y, a diferencia de otros grupos de supervivientes literarios o cinematográficos con los que conectas o no, al teatral grupo de la serie parece importarle menos perder su propia vida, que su identidad. Y, aun con las dificultades, como las de los cómicos de la obra del recordado gruñón, logran mantenerse unidos y no perder esa chispa existencial que está por encima de la defensa personal y la necesidad más básica.

Más allá de su devoción por la dramaturgia, concretamente por Shakespeare y por el derecho a vivir por encima de lo literal, “Estación once” es una serie que trata al fin del mundo como un instrumento con el que empezar a construir el futuro. Que aborda la dependencia en casi todos sus sentidos. Una producción de sensaciones, no exenta de los esperados momentos de tensión que, con su más que notable ambientación, contiene más filosofía y psicología que acción y con una Mackenzie Davies que demuestra, a cada paso, la grandísima actriz que será mañana.

«¿Dónde está el maná de los cómicos, en qué tierra caerá que sea nuestra, si nosotros no somos de ninguna parte? Somos… del camino. (…) Porque la gente necesita reírse y nosotros les llevamos la risa…». José Sacristán en “El viaje a ninguna parte”, palabras que pueden apuntarse a la misión de los variopintos protagonistas de “Estación Once”, que toman el apocalipsis como un vacío páramo en el que ofrecer lo que llevan dentro y sembrar de alegría y cultura a todos los que consideran que la vida humana, aun cuando a veces es preciso defenderla y luchar por ella, es algo más que sobrevivir.

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