‘Fecha de caducidad’ la lírica decepción de Darío Márquez

Fecha de caducidad. Darío Márquez Reyeros. XXIV Premio de Poesía joven Antonio Carvajal. Editorial Hiperión

A Darío Márquez le dieron en septiembre el Premio Antonio Carvajal de poesía joven. El jurado así lo decidió por unanimidad después de leer Fecha de caducidad. El jurado observó, dice el acta, un libro medido, «con ritmo muy fluido, que abarca una larga trayectoria de la vida humana, en una sucesión de recuerdos del pasado, del presente y del futuro, y cuya unidad formal, en los diversos tonos que los poemas reclaman, no cae jamás en la monotonía». El lector de Fecha de caducidad no encontrará ningún elemento para contradecir ese juicio. El libro está dividido en tres partes, como si fueran tres edades. Y como si se tratara de una pirámide de población normal, es un libro ancho en la primera edad, robusto en la segunda, y angosto y decepcionado en la tercera.

fecha de caducidad

Fecha de caducidad comienza con Septiembre, ese mes olvidado del verano, que recibe a los escolares con tristeza. El poeta dice adiós al estío, pero celebra la complicidad de los amigos «soñadores como yo». Le siguen algunas imágenes de la vida de la escuela, el Castañero que anuncia la llegada del invierno. El otoño dice adiós. En los versos de Márquez, las estaciones se van como los días, como si fueran agua. Convierte la excursión en una evocación de la amistad: » a la hora de elegir con quien sentarnos, te buscaba entre el caos, siempre a tí».

Entre las imágenes de aquella edad primera, sobresale El amigo invisible, «el dormitorio se convierte en ciudad y nos ha convencido». El niño al que llaman a cenar, «mamá hablará de cómo fue su día en el trabajo, hará papá lo mismo. Y yo sin más palabras que poner encima de la mesa». Percepción de que la ficción es cosa relevante: «imaginar es una cosa demasiado seria».

Tan seria que el niño en el recreo, bajo una sombra desenvuelve el bocadillo e imagina los oficios de mayores, las sendas del futuro. Nada heroico, no hay aventura, tan solo una decepción programada: «después, sin preguntar, asomarán los problemas cardíacos y el divorcio; de nuevo vuelta a casa de tus padres». En los poemas de Fecha de caducidad están los juegos, también el dolor por el duelo a un ser querido, el recuerdo de la abuela que se fue sin que el nieto se diera cuenta, o el de la tienda de golosinas Dulce Blanca cerrada con un cartel de se vende en la vidriera. Cierra esa edad Abierto para jugar, el despliegue de un tiempo clausurado: «no me quiero olvidar de que he vivido los años más felices de mi vida, y yo sin darme cuenta».

Enhebrando la poesía con lo cotidiano, se abre la segunda parte con un A las 21 horas, «era hora de poner el telediario, llenarnos la cabeza de sucesos». El poeta bebe del grifo como un náufrago y pregunta a su amor por el color del coche que comprarán. No quieren otra cena que no sea unos besos. Pasión mientras el tiempo anuncia una bajada de temperaturas. Lee un poema de Ángel González y se le graban las palabras violín, muchacha, triste, «lo único que recuerdo». Hasta los sueños le han cambiado: «es una pena, yo que en sueños he soñado con el parque de infancia de oro y nubes. Barcos al abordaje contra el mundo y un desierto de miel con mucho hielo…» La vida se vuelve nostalgia: «no recuerdo una nevada igual por estas calles desde que nuestros padres se querían».

Los sueños de esa edad adulta implican pensar en cómo nos recordarán los nietos, o consisten en escuchar la cantinela persuasiva del vendehúmos: «humo más humo, nada. Solamente la falsa sensación de estar viviendo tan solo por un rato. No te engañes. Mira la fecha de caducidad». Y en la tercera parte el sueño se hace pedazos, como esa hoja que cae del árbol descrita unos poemas antes, que golpea contra las baldosas, «sus sesos esparcidos».

La última parte del libro se abre con Separación de bienes, «preferimos quedarnos en silencio con las lágrimas en un segundo plano». Hay en estos versos una soledad como de cuadro de Hopper: «sentados en el centro del salón esperamos a que alguien nos encuentre». No queda nada sino polvo. Los mejores recuerdos arruinados. Y la vida termina: «ya llaman a la puerta tres ancianas que están acostumbradas a cortar los hilos de la vida» Y la cuenta atrás llega a la Fecha de caducidad. Con el deseo de que lo perfecto sería una vida vivida al revés, una vida que fuera de la decepción a la ilusión, una vida que fuera diciendo ¡hola! en lugar de decir siempre ¡adiós!

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Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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