“Cuando la pena nos alcanza, por el hermano perdido; Cuando el adiós dolorido busca en la Fe su esperanza, En tu palabra confiamos, con la certeza que tu, ya le has devuelto a la vida, ya le has llevado a la luz”. (“La muerte no es el final”. Cesáreo Gabaráin Azurmendi).
Ayer fui a un funeral. Me gustaría decir que es algo poco habitual, ocasional, pero nada más lejos de la verdad. A medida que vas madurando, a medida que avanzas en las azarosas aguas del tiempo, te das cuenta de que la vida pasa por ciclos muy marcados, por etapas muy concretas que van escalando tu devenir. Son muchas las escalas por las cuales se pueden medir claramente estas etapas, pero si atendemos al carácter religioso, sacramental, diría yo, la vida pasa claramente por varios ciclos.
El primero, indudablemente, es el de los bautizos. Es verdad que, a esa edad, uno no es consciente de ello, pero lo más habitual, cuando naces, es que aparte del tuyo acudas a no pocos bautizos; Tus hermanos, en el caso de tenerlos, tus primos, en el caso de tenerlos, los hijos de los amigos de tus padres y un pequeño etcétera. Es verdad que aquí acudes como mero atrezo pero, a fin de cuentas, acudes.
Posteriormente, viene la etapa de las comuniones. Nuevamente hermanos, primos, hijos de amigos de tus padres, pero aquí, con un poco de suerte, tu individualidad ya toma parte de hecho y también, en muchos casos, acudes a las comuniones de amigos propios. Es la época brillante de la infancia, feliz e inconsciente. Viva, ignorante de los problemas y los males venideros.
Posteriormente, pasando fugazmente por las confirmaciones, que no son tan habituales, viene la época de las bodas. La propia, las de tus allegados y tus amigos más íntimos. Aquí, yo particularmente, empecé a comprender que las relaciones sociales se me iban de las manos; en los dos años posteriores a nuestra boda, mi mujer y yo acudimos a veintitrés bodas, prácticamente una al mes. Esto solo se aguanta cuando tienes veintitantos años y una economía un tanto saneada, pero aún así fue una época agotadora, pero igualmente feliz. Un baile a una velocidad endemoniada, una fiesta continua, creyéndonos a salvo de todo, con el mundo por montera. Como dice Ismael Serrano, una orgía en el palacio de invierno. Una alucinación.
A partir de ese momento, por lo general, hay ciclos que se repiten. La vida no es secuencial, es circular y, por arte de magia, cuando te parece que acabas de salir de la pubertad, te encuentras acudiendo a los bautizos y las comuniones y confirmaciones de tus hijos, tus sobrinos o de los hijos de tus amigos, pensando cómo es posible que haya pasado el tiempo tan deprisa. Como me dijo una vez mi padre, “hijo, la vida es muy larga, pero se pasa muy rápido”. Ahora, tu eres el padre, el tío, el padrino, descolocado y sintiéndote un adolescente. Asumiendo que poco a poco, has de ir dejando paso a otros, que pisarán tus huellas, que recorrerán tus caminos, que te sustituirán al frente de la manada.
Pero la época difícil, la que te coloca al borde del abismo, la que te hace saber que ahora estas en primera línea de fuego, es la que ahora estoy viviendo; la época de los tanatorios, de los cementerios, de los funerales. Ese ciclo, que se dilata en el tiempo más que los anteriores, en que tus amigos, tus familiares y allegados van perdiendo a sus padres. No exagero en absoluto, puedo asegurarlo, si digo que en estos últimos tres años he acudido a más de veinte velatorios y otros tantos funerales. Es más, posiblemente, me quedo muy corto. Este lento goteo de fallecimientos de los que nos preceden, al margen del drama personal y el dolor, nos sitúa en la realidad. Es más, en estos últimos años, he perdido también a gente joven, varios más jóvenes que yo. Pero esto, a fin de cuentas, son circunstancias menos habituales.
En esta línea, como ya he comentado, ayer acudí a otro funeral. El padre de una amiga, Blanca. Allí, tuve la ocasión de reencontrarme con gente a la que aprecio, amigos entrañables que hacía tiempo que no veía, pero la mayor sorpresa, esa que cambia pesadumbre por alegría, me la dio el oficiante. Ayer, el padre Roberto, antiguo párroco de nuestra parroquia, retornó para oficiar este funeral, por amistad con la familia del finado.
No vayan a pensar que soy un cristiano modélico. Habitualmente, no acudo a misa, salvo en fechas señaladas y en ocasiones puntuales, bodas, bautizos, comuniones y, cómo no, funerales. Pero he de decir que, cuando Roberto estaba en nuestra parroquia, acudía más de lo normal. Del mismo modo que hay oradores de todo tipo que te aburren soberanamente, entre ellos, perdón por las disculpas, muchos curas, de vez en cuando, como un brillante en el carbón, aparece alguien que brilla con luz propia, que te atrapa en su discurso, en su oratoria y que consigue no solo tu atención, sino también tu interés. El padre Roberto es una de estas personas. Quizá sea porque no alecciona, no adoctrina, o quizá sea otro u otros muchos los motivos, pero a mi Roberto me hipnotiza como una tiza a una gallina. Curas así, fortalecen la fe y la confianza en la iglesia, tan denostada y olvidada últimamente, más aún por las nuevas generaciones.
No obstante, ayer su homilía tuvo un tono de amargura, y no porque se tratase de un funeral, aunque también. Contó Roberto, en un momento dado que, estos días atrás, en uno de sus muchos paseos que practica por afición y por mejorar de su diabetes , se había fijado en que en muchas calles ya habían empezado a colocar las luces de Navidad. Conviene recordar, para quien lo sepa, y explicar, para quien lo ignore, que la Navidad es una fiesta cristiana. Se celebra el nacimiento de Nuestro señor Jesucristo. Probablemente, habrá mucha gente que lo ignore o se haya olvidado de ello, por eso lo recuerdo aquí y ahora.
Decía Roberto que se había fijado, como ya he dicho, en las luces de Navidad y que no había encontrado una sola alusión católica, ni a Dios, ni a Jesucristo ni a ninguno de los símbolos que los representan. Concretamente dijo “hemos apartado a Dios de todo esto”.
Triste, muy triste reflexión, pero muy certera. En estos tiempos, volubles, materialistas, egoístas, nos hemos acostumbrado a mirarnos el ombligo. Nos hemos habituado a priorizar el ocio, el lujo, la individualidad y nos hemos olvidado del sentido cristiano de la Navidad y de tantas otras fechas. Tenemos tantos becerros de oro que venerar, que ya ni siquiera nos planteamos el por qué de ciertas celebraciones. En mi opinión, los que no se sienten o no se consideran cristianos, no tienen nada que celebrar en Navidad, del mismo modo que los que no somos judíos no celebramos el Yom Kipur o los que no somos musulmanes no celebramos el AId al-adha. Eso sí, se celebra el año nuevo chino, Halloween , el carnaval. Pregúntenle a uno de estos millennials que se disfrazan la noche del 31 de octubre, a ver si sabe qué es el día de Todos los Santos o que se celebra en la semana Santa. Verán que risa.
Hemos desterrado a Dios de nuestras vidas. Hemos determinado que no tiene lugar en nuestra espídica existencia. Seamos consecuentes pues. No digamos que celebramos la Navidad, la Semana Santa, Todos los Santos. Si queremos irnos de fiesta, no mezclemos la religión en ello. Seamos consecuentes.
“Ponte en pie, alza el puño y ven, a la fiesta pagana, en la hoguera hay que beber”.(“Fiesta pagana”. Mago de Oz).
Veneremos al becerro de oro.
