Estaba hoy reflexionando sobre la relatividad del tiempo. Si, ya sé que, en otra ocasión, traté este tema, pero esta vez, si bien igualmente cierto, el prisma es completamente opuesto. Sí, es virtud y derecho del ser humano cambiar de parecer o, al menos, de enfoque, sobre una misma materia. Disertaba, meses atrás, sobre algo que, con seguridad, les será familiar. Esas ocasiones en las que un minuto, una hora o cualquier lapso de tiempo discurre veloz, sin que nos demos cuenta de la velocidad de los acontecimientos. Sin embargo, otras veces, es al revés y una hora puede tornarse en eternidad de la que parece que nunca saldremos, densa y fría como el mercurio.

Un hijo para el diablo

A efectos de ejemplo, contaba entonces, y recuerdo ahora, la ocasión en la que, tras recibir entre nosotros a nuestro tercer hijo, mi mujer y yo decidimos, bueno, más bien decidí, que me iba a operar de vasectomía. No es que no me gusten los niños, pero con mi nómina de descendientes he cumplido ya con Dios, con la Patria y con el Rey, por lo tanto, otro hijo más, por estadística, sería para el diablo, y no quise arriesgarme a tal acontecimiento.

A tal fin, acudí a una clínica privada de Madrid para realizarme la intervención. Una vez rasurada y convenientemente anestesiada la zona afectada, el cirujano procedió a empezar la operación. No habían transcurrido dos minutos, cuando otro doctor entró en el quirófano acompañado de unas quince estudiantes de medicina. Y digo unas porque no había un solo hombre en el grupo, salvo el que hacía las veces de cicerone y de docente.

Con una naturalidad exacerbante, si me permiten la incongruencia, el docente explicaba a las chicas el humillante proceso al que mis partes nobles se estaban viendo sometidas. Mi preocupación, lejos del resultado de tal operación, era el lamentable espectáculo que mis atributos masculinos estaban ofreciendo al respetable público. Aún, en posición de tendido supino, con aquello rapado, encogido debido al frio y la tensión, yo trataba de mantener algo de dignidad, de no dañar mi prestigio para siempre. No tengo que explicar que fue imposible.

Un espectáculo grotesco

Como comprenderán, la hora escasa que duró la operación se me hizo eterna, interminable. Pero como dicen que no hay mal que cien años dure, aquello también pasó. En cualquier caso, aún sigo pensando en pasarle la cuenta al cirujano que me sacó quinientos eurazos de vellón y luego me expuso a tan grotesco espectáculo, pero no sé como hacer que parezca un accidente.

No obstante, una vez recuperada la dignidad y el vello púbico, lo que hoy quería reseñar es que, a pesar de todo, en la mayoría de ocasiones el tiempo se empeña en recordarnos que no, que no es flexible, por más que nos empeñemos en estirarlo lo más posible.

Hace algunos años, no muchos, unos buenos amigos de Madrid, Pedro y Maribel, nos visitaron en nuestra casa de la playa. Hay que decir que tal casa no es  precisamente de una mansión en Boca Ratón, si bien, poniendo empeño, nos apañamos. Es cierto que ellos tienen dos hijos y nosotros tres, pero, como en las bodas de Canaán, la fe y la voluntad multiplicaron las camas y los sofás.

Días de playa

Como quiera que Pedro, ese año, no cogía vacaciones, la visita se había de desarrollar entre el medio día del viernes y la tarde del domingo. No es mucho tiempo, la verdad, pero dos días en la playa, en pleno agosto, huyendo del agobiante calor seco de Madrid, bien merecen la pena el viaje.

Así pues, el voluntarioso Pedro se presentó en Campoamor con toda su prole, contraria incluida, a eso de las tres de la tarde del viernes. Como suele ocurrir, traía equipaje para una década, ya saben, por si acaso.

Tras instalarnos en casa y comer en el apartamento algo que para la ocasión les habíamos preparado, más las cervezas congeladas y los langostinos y demás viandas que Pedro y Maribel, gente que, como debe ser, sabe corresponder, traían con ellos, decidimos dar una vuelta por la urbanización. Tengo que decir que llamar urbanización a Campoamor es algo impropio. Es más bien una localidad bastante extensa. Tras recorrer algunos bonitos parajes del lugar, recalamos en la playa, más concretamente en su chiringuito.

Una barbacoa

¿Cómo explicarlo? La tibia luz de la tarde, el sonido de las olas y el relax de las horas de asueto invitaban al mojito. ¿ Cómo resistirse ? Además, era la hora feliz del tres por dos, lo cual nos acabó llevando a pedir una segunda ronda. Después vendría una tercera y la cuarta se nos resistió porque esa noche estábamos invitados a una cena barbacoa en casa de una amiga que, ella sí, tenía un buen chalé con jardín.

Nos retiramos, pues, para arreglarnos para la cena. No me extenderé sobre los detalles, pero finalmente nos fuimos a dormir a eso de las cinco de la mañana, nuestras señoras muy dignamente y Pedro y yo, como no podía ser de otro modo, mamados como ratas.

 Yo, que llevo toda mi vida veraneando en la zona, sabía que este tipo de medusas, si bien bastante repugnantes, no son urticantes, no tienen veneno, por lo que, huyendo del aplastante sol del mediodía de agosto, me zambullí en el agua igualmente

No obstante, la mañana siguiente fue benigna conmigo, seguramente por la calidad de los caldos de la noche anterior y me desperté, en bastante buen estado, a eso de las diez. Cual no sería mi sorpresa cuando me encontré la mesa puesta para el desayuno y una buena bandeja de churros recién hechos, todavía humeantes.

¿ Y esto ? “, pregunté, desconcertado pero henchido de gozo. “ Pues es que Pedro se ha levantado a correr A LAS SIETE DE LA MAÑANA y los ha traído para el desayuno “.

Madre de Dios “, pensé. “ Este hombre es una máquina “.

Nada más desayunar, opíparamente, hay que decirlo, nos pertrechamos debidamente para ir a la playa. Como quiera que nuestros hijos, entonces, eran aun bastante niños, el equipamiento abarcaba desde la consabida cesta, la nevera, los cubitos y las palas, la red para coger peces, las esterillas, la sombrilla, las sillas, el colchón convenientemente hinchado y, por supuesto, las aletas y las gafas de bucear, por si nos daba por descubrir la Atlántida. Así que, una vez distribuida la impedimenta entre la tropa, para la playa nos fuimos.

Tengo que explicar que, año tras año, mis hijos me daban la brasa, y me la siguen dando, aunque ya tienen más pelos en las piernas, y en otras partes, que yo, con la dichosa costumbre de alquilar un patín. Si, un pedaló de esos con tobogán y todo, que una vez que se sube toda la chiquillería pesa como el Titanic, con la diferencia de que hay que moverlo a pedales, a base de pierna. No tengo que decir que a ellos les encanta, porque el que pedalea soy yo, así que cualquier excusa es buena para no subir a semejante potro de tortura.

Las medusas

No obstante, a Pedro, que quería condensar en dos días todas las experiencias posibles, le pareció una idea magnífica. Bueno, dado que se trataba de un Hércules capaz de levantarse resacoso tras dos horas de sueño y correr diez kilómetros para luego comprar churros, pensé que sería un buen apoyo a la hora de pedalear, por lo que, aunque a regañadientes, accedí.

Como a veces los acontecimientos conspiran para llevarnos a un fin concreto, que luego conocerán, quiso el destino que ese día, las bellas playas de Orihuela costa se encontrasen tomadas por una auténtica invasión de medusas. Cientos, y no exagero, de esos desagradables bichos cuajaban las aguas de Campoamor.

 Yo, que llevo toda mi vida veraneando en la zona, sabía que este tipo de medusas, si bien bastante repugnantes, no son urticantes, no tienen veneno, por lo que, huyendo del aplastante sol del mediodía de agosto, me zambullí en el agua igualmente, cual Esther Williams en escuela de sirenas. Pero Pedro, hombre curtido en el campo, capaz de enfrentarse sin duda a un jabalí o una manada de zorros, sin embargo, por desconocimiento del medio líquido, tenía pavor por las medusas, por lo que aguantó, estoicamente, toda la mañana al sol.

Cuando salimos de la playa, por tanto, a Pedro le bullía el cerebro dentro del cráneo, que se podían oír las burbujas de la cocción, así que optamos por ir a la piscina con los niños mientras nuestras señoras, Maricarmen y Maribel, se dirigían amablemente el apartamento para hacer la comida.

¡Un médico, un médico!

Pues nada, a la piscina. Una vez allí, entregados como estábamos al veraneo express, no pudimos por menos que pedirnos sendas jarras de cerveza. Yo, que ya había tenido agua para todo el día, me senté a una mesa, con las jarras y las aceitunas en espera de Pedro que, según supuse, había ido a refrescarse por fin.

Empezó a pasar el tiempo y Pedro no aparecía. En este punto, tengo que decir que la paciencia no es una de mis muchas virtudes y menos cuando tengo unas aceitunas y unas cervezas calentándose en la mesa, así que, tras una prudente espera, que también se me hacía eterna, decidí levantarme a buscar a Pedro.

Cual sería mi sorpresa cuando, después de no encontrarlo en el agua, al fin divisé a Pedro, tranquilamente tumbado junto a un parterre. Mi primera reacción, lo reconozco, fue pensar “ las cervezas calentándose y este gilipollas tomando el sol “. Solo después de esto, me percaté de que, extrañamente, Pedro no estaba tumbado junto al parterre, si no dentro del parterre, concretamente sobre unas plantas decorativas bastante espinosas que se dan mucho en Campoamor y que, cuando me acerqué, pude observar que le había dejado la espalda como a Cristo camino del Calvario.

Solo entonces comprendí la situación. Pedro no estaba tomando el sol. Pedro se había desmayado. El indicador de prácticas veraniegas en veinticuatro horas había llegado a su límite, rebasándolo de largo.

Por su puesto, en un momento se montó la de San Quintín. La gente se arremolinó alrededor nuestro, los hijos de Pedro, y los míos, llorando a moco tendido, yo llamando al SUMA 112 y a casa y una multitud de médicos en bañador, que no he visto tantos médicos juntos como en aquella piscina, opinando sobre lo que había ocurrido, desde un golpe de calor hasta un ictus potencialmente mortal.

Afortunadamente, mientras esperábamos la llegada de la ambulancia, ya con Maribel y Maricarmen presentes, Pedro se reanimó. Al principio fue un alivio, pero, cuando nos percatamos de que no reconocía a su mujer ni a sus hijos el pánico fue evidente. Por fortuna, la cosa se solventó con una noche en observación en el hospital de Torrevieja.

Mención aparte fue que, cuando fui a recogerle al día siguiente, tras vestirse con la camiseta que me había dado su mujer, me percaté de que, en tal camiseta rezaba “ el día que leí que beber era malo para la salud, dejé de leer “. No hubiera sido un detalle reseñable si no fuera porque yo llevaba la mía de “ no necesito divertirme para beber “. Así que, cuando entramos en la enorme recepción del hospital, vacía porque era domingo, de esa guisa, cual si fuéramos Vincent Vega y Jules Winnfield en Pulp Fiction, la enfermera de turno nos echó una mirada que, sin duda significaba “ ¿ de donde han salido estos payasos ? “.  O algo peor.

Después de todo, Pedro sí consiguió estirar el tiempo, ya que, tras el incidente, no le dejamos volver a Madrid hasta el lunes.

Por tanto, a modo de conclusión, por más que Albert Einstein se empeñase en lo contrario, el tiempo, al menos el tiempo de cada uno, es finito. No debería ser lo importante cuanto tiempo disfrutamos, sino la calidad que aportamos a este tiempo.

Así que, como dice Manolo García , “ ni una página en blanco más “. Pero vamos, que no hace falta escribirlas todas de golpe.

En cualquier caso, sean felices. Todo el tiempo.

Julio Moreno
Julio Moreno

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1 Comentario

  1. Estimado Julio:
    Tener hijos es un acto de libertad.No hay que cumplir con nadie.No hay ninguna obligacion moral.Eso de ‘he cumplico con Dios y con la Patria pertenece a la mas paleta epoca,del Nacional Catolicismo. A dia de hoy,no es ni siquiera acetptable a titulo de ‘ forma de hablar’ Saludos

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