‘Los montes antiguos’, la voz perdida de los campos de Soria

Los montes antiguos. Enrique Andrés Ruiz. Editorial Periférica

Los montes antiguos es un libro redondo, bello, complejo, escrito desde una voz nueva que conoce las viejas palabras, y con una mirada capaz de captar las más profundas sutilezas del paisaje y la compleja trama humana de quienes lo habitan. Con la redondez del libro nos referimos a que se inicia con una idea, o una perplejidad sobre el movimiento de la naturaleza y termina en ese mismo lugar. La belleza de la prosa de Enrique Andrés Ruiz recordará a algunos lectores la precisión barroca de un Gabriel Miró. Su conocimiento de las viejas palabras, a Miguel Delibes, y la capacidad de expresar lo complejo de la experiencia humana, esa digamos que es propia de un autor que está alejado de los contrastes burdos que suele ofrecer la herramienta ideológica.

Los montes antiguos

El silencio y el olvido

Los montes antiguos comienza con la muerte y la vida, como sucesos simultáneos: «Muerto mi padre -la primavera estrenada-, el campo se desató en una explosión vital, furibunda, rabiosa». El final y el principio. Ambos se entrelazan en un juego continuo en esta novela, por momento ensayo, que explora los mecanismos del silencio, y del olvido, y que termina en esa contradicción de la vida y la muerte, en esa dualidad de lo que murió y tan solo vive en las brasas de un recuerdo: «el silencio del final y el silencio del principio, el silencio de la memoria y el silencio del olvido, el silencio de la compañía y el de la soledad. Juntos los dos, girando eternamente en la vigilia de una noche misma, como un abrir y cerrar de los mismos ojos, como si la primera palabra escrita al comenzar fuera también la misma que queda por decir al fin, entre las sombras, cuando todos han muerto.»

En el principio, el narrador regresa al pueblo de Soria junto al monte Valonsadero, a cuatro pasos de Soria, «la ciudad más pequeña de España». A su muerte, el padre le ha dejado en herencia una pequeña finca. El mundo se le viene encima por las muchas tareas para mantener los pinos, hacer crecer los chopos y cuidar la casa, maltratada por un clima cruel: fríos extremos en invierno y calores abrasadores en verano. El narrador, Miguel de Marco Mugarza (tan solo hay un momento en el que escribe su nombre) tiene trato con Paco, un taxista que recorre la comarca, al que recurre cada que vez que tiene que llegar hasta su casa o salir de ella. En los primeros capítulos hay una conciencia minuciosa de la tierra, del paisaje, de los árboles y los animales. Pero pronto empiezan a aflorar los recuerdos, y con ellos, las historias.

Lo perdido en el tiempo

Vida y muerte, paisaje e historia, olvidos y recuerdos, en esos cruces se mueve esta novela que tiene un aire antiguo por sus palabras y por sus historias, pero que funciona en el lector como un aldabonazo sonoro de un mundo seco que vuelve a tener una voz esponjada de interés, ahora que estamos tan alejados de aquellas vidas, de aquellas historias. Tienen los relatos que contiene esta novela la fuerza de la «novedad del mundo en la todo lo perdido al rodar el tiempo sea reintegrado».

El narrador de Los montes antiguos anota las vidas de un juez que después de la guerra busca la vida retirada en el campo, la de Ramón, que será su guía en aquella aventura, la de una hija extraviada en el desamor. Seres que buscan la voz oscura del monte, que huyen de la putrefacción de la vida social, de Ángel, el fugitivo que huye de la represalia en los primeros días de la Guerra Civil, o de Demetrio, que paga prisión por venganza de un policía con el que su padre fue generoso, pero al que no pudo ayudar con dinero. No hay un mundo de buenos y malos, quizá tan solo «los que miran al futuro, únicamente, y los que andan, como quien dice, vueltos con un ojo a la espalda, y con un pañuelo de despedida que no se les cae de los dedos. Los dos están equivocados «.

Pasea por Los montes antiguos la figura de Virgilio y sus Geórgicas, más como impulso de algún personaje que quiso vivir aquello del beatus ille que como propuesta ideológica del narrador. La voz de Miguel, que anota y describe, tiene más bien una visión nada idealizada de un mundo rural en el que el paisaje tiene una voz dura y fuerte, una voz que grita, y una percepción de ese movimiento circular en el que la vida muere y nace a la vez, en la que los humanos sueñan, construyen, se extravían, en la que la generosidad puede provocar el resentimiento más negro.

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Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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