Estos fines de semana confinados, de toque de queda y salvoconducto que nos está tocando sobrevivir, tienen también, si las buscas con interés, sus cosas buenas. Yo, por ejemplo, gracias a la magia de Flixolé, versión castiza de Netflix promovida por don Enrique Cerezo, para más inri presidente del Atlético de Madrid, a la par que productor cinematográfico, estoy volviendo a ver gran cantidad de películas españolas de los años setenta y ochenta. Siempre he sido uno de esos locos a los que les gusta el cine español.
Ironía y sarcasmo
Sinceramente, yo me identifico más con los titiriteros fracasados de ¡Ay, Carmela!, película del genial Carlos Saura que con el grupo de super poderosos salvadores del universo de Los Vengadores, por poner un ejemplo. Soy así de normal. Si uno se para a analizarlo, desde una perspectiva puramente mundana, aquel cine se especializó, principalmente, en hacernos reír. No obstante, al contrario al cine americano, con sus comedias absurdas de risa fácil y vacía, nuestros directores hacían gala de un sarcasmo, de una ironía, que solo está al alcance de ciertas mentes preclaras. En el humor de Jose Luis Cuerda, de Berlanga o de Manolo Summers, si uno no cae en la simpleza de quedarse en la superficie, existen capas que, en cada escena, nos hablan de nuestra esencia.
Costumbrismo, tradición, así como los pecados capitales de los españoles, la envidia, la lujuria, la gula, aparecen retratadas con la técnica genial de los impresionistas, que no nos muestran una realidad clara y concisa, sino una impresión, a veces objetiva, a veces subjetiva, de nuestra realidad ibérica. A quien si no a un genio, como Manolo Summers, se le podría ocurrir montar un velatorio en un baño público. Yo bajo a mear a los aseos del retiro y me encuentro allí un muerto, con sus cirios y todo y me corta el pis, seguro.
Cuerda y Summers
De cualquier modo, como ya he dicho anteriormente, yo, la verdad, no me veo taladrando un meteoro, en el espacio exterior, para introducir en él una bomba atómica y salvar al mundo de su destrucción. Sin embargo, en nuestra vida diaria, se producen a menudo escenas que bien podrían ilustrar un largometraje de Cuerda, Summers o Berlanga. Sin ir más lejos, recuerdo vívidamente un día de allá por 2013, sería mayo, en el que acudí junto a mis padres y unos tios mios al entierro de un primo lejano, de esos que si te los encuentras en un ascensor ni los conoces.
En cualquier caso, yo, como Manolo García, prefiero el trapecio, para verlas venir en movimiento y, si mi vida ha de ser una película, paso de acción, que ya no tengo edad.
Salimos del tanatorio de la M30 siguiendo al coche fúnebre y tres o cuatro coches de afligidos familiares. Ni que decir tiene que nosotros de afligidos, poco. No porque no sintiéramos el óbito, sino porque yo al menos, ni me acordaba del nombre del muerto, por lo tanto entiendo que iríamos hablando de política, futbol o cualquier tema banal de los que habitualmente surgen en estas situaciones.
Tráfico en el cementerio
En estas, llegamos al cementerio, que era el de la Almudena, esa metrópolis de la muerte que se encuentra en Madrid. Si por algo me estoy pensando mi decisión de incinerarme a mi muerte es porque en la Almudena se deben montar unas fiestas cojonudas cuando se cierran las puertas. Extrañamente, ese día había más de un entierro a juzgar por el tráfico que se percibía en sus calles.
Posiblemente por la animada conversación y las ganas más bien escasas de estar donde nos encontrábamos, tuve un momento de despiste y perdí la caravana fúnebre. Fue cuestión de unos segundos. Los demás ocupantes del coche no se dieron cuenta, ignoraron el hecho y yo me percaté, antes de quedar como un imbécil, de que el coche fúnebre había doblado a la derecha. Me rehíce.
Pocos segundos después aparcamos detrás de los pocos coches que acudían a la inhumación. Había empezado a llover, por lo que tardamos un poco en parapetarnos y llegar a la tumba en la que ya estaban procediendo a introducir el ataúd. El cura hablaba con la solemnidad que el momento requería y nosotros nos mirábamos los pies en segunda fila.
Una tal Mercedes
Entonces empecé a darme cuenta de lo poco que conocía a mi primo ya que ninguna de las caras de los cariacontecidos familiares me decía nada. Era extraño. Pero más extraño aun fue cuando el cura señaló que estábamos enterrando a una tal Mercedes. Sin duda, nos habíamos equivocado de cortejo fúnebre.
Mis padres y mis tíos se miraron, me miraron a mí, traspasándome con una de esas miradas que lo dicen todo, y de una forma discreta nos dimos media vuelta y volvimos al coche con disimulo. El resto de familiares de Mercedes nos miraron a su vez como diciendo “ ¿ a donde coño van esos ? “. Y aquí terminó el entierro.
De vez en cuando, la vida te regala uno de estos momentos brillantes, que quedan para siempre en tu ideario personal, como cuando mi amigo Jota se topó con un enano, una noche que se nos alargó un poco de más, y no se le ocurrió otra cosa que, imbuido en los vapores del alcohol, darle un abrazo y decirle “ ¿ que pasa, tío grande ? “. Se dice en un momento, pero se recuerda toda la vida.
En cualquier caso, yo, como Manolo García, prefiero el trapecio, para verlas venir en movimiento y, si mi vida ha de ser una película, paso de acción, que ya no tengo edad.
Prefiero una comedia, que las tragicomedias, a veces, tienen muy mala leche.

Fanfan y Ludiana te mantienen al día de las novedades en entretenimiento, y te ofrecen servicios de comunicación y herramientas estratégicas para gestionarla. Si quieres estar al día de la actualidad de FanFan y enterarte antes que nadie de todo lo que publicamos, síguenos en nuestras redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram, Ivoox, Spotify y YouTube.