Gistau y ‘El penúltimo negroni’, de un enfant no tan terrible

No me gustan los libros que recopilan artículos de opinión. La columna funciona mal trasplantada desde su hábitat natural: el periódico del día. Los opinadores de prensa escriben para ser leídos como un pequeño sorbo en medio de todas las piezas de la jornada. La pérdida del contexto deja en casi absurdas algunas de las ideas que se reflejan.  Enfrentarse a sus textos uno detrás de otro implica ver las costuras con mucha más claridad. El abanico de referencias parece estrecharse. Las mismas citas se repiten cada pocas páginas.

gistau
El penúltimo negroni

David Lema ha sabido sortear, mal que bien, todas estas dificultades cuando ha abordado la tarea de trazar un recorrido por la trayectoria de David Gistau (1970-2020). El penúltimo negroni no es, por tanto, un libro de aluvión que aproveche el tirón de un autor de moda. Es la despedida obligada a una firma de referencia que se murió cuando le quedaba por entregar lo mejor de sí. Gistau puso un punto y final involuntario en su mejor momento de forma. ¿Cómo hubiese sido su madurez? ¿Hasta dónde habría sido capaz de llegar? Ya nunca sabremos las respuestas. Pero no pasa un día sin que nos preguntemos qué escribiría sobre los asuntos de la jornada.

Superado el duelo, pero aún huérfanos de él -pese a los esfuerzos de algún imitador- el presente libro permite rendirle el homenaje que quedaba pendiente. Lema ha hecho una estructura inteligente. Tras el prólogo de Manuel Jabois, el propio compilador repasa la vida de David Gistau en doce páginas. Tantos años leyéndole y sin saber todas esas cosas. Lo mejor es el título: El enfant no tan terrible. Resume a la perfección a Gistau, sobre todo en su última etapa. Un señor burgués del Barrio de Salamanca, padre de familia numerosa, en la permanente pose de chico malo que no sabe cómo ha terminado así. Lo que sigue es la inevitable selección de artículos. Pero se presentan al lector agrupados en temáticas. No son unos epígrafes al uso. Construyen un conjunto sólido que ofrece una imagen muy fiel del autor. Sus lectores la reconocerán. Y aquellos que en el futuro quieran saber quién fue tendrán el resultado de una vez. El trabajo ya se lo ha hecho David Lema.

Arranca muy fuerte. Rosebud engloba los textos más personales. Empieza, claro, por esa pieza maestra que es Del Martini al meconio. Da igual las veces que se lea. Siempre termina igual: con un nudo en la garganta del lector. Gistau desencadenado recoge las columnas más políticas. Mucho Zapatero, menos de Rajoy y bastante de los nuevos partidos emergidos en 2014. Es difícil separar este apartado del siguiente, Rocanrol reglamentario. Quizá la diferencia esté en la cantidad de vitriolo. En Cómo ser Norman Mailer encontramos los artículos con trasfondo cultural. Psicosis en Chamartín y en el cuadrilátero incluye sus textos sobre fútbol –o, por mejor decir, sobre el Real Madrid y la Selección Española- y boxeo. Aquí se dan algunas de las mejores piezas. Figurante de guerra presenta las crónicas desde conflictos bélicos –fundamentalmente Afganistán- y alguna otra reflexión sobre la esfera internacional. El puto folio del columnista también es difícil de explicar. Algo así como las servidumbres del oficio y algunas visiones poco amables sobre el universo de la creación de opinión.

Reseñados ya los defectos congénitos de este tipo de libros, podemos destacar alguna de sus virtudes. Una es observar la evolución del estilo. En ese sentido, sorprende que se hayan escogido tan pocos textos de la primera etapa de David Gistau en La Razón. (Salvo en el capítulo bélico, en el que son mayoría dado que allí fue corresponsal de guerra). Leyendo algunos de ellos se comprende. Casi no se reconoce al Gistau distante y descreído que vendría después. En la columna titulada Camacho (25 de mayo de 2004) exhibe un talante frentista y sectario contra el que él mismo se rebelaría no demasiado tiempo después. Otra es volver sobre el pasado en un género acostumbrado a vivir al día. Esto permite constatar, ahora, que Gistau no sólo era brillante. Era preclaro. Asombra comprobar la cantidad de vaticinios que se han visto cumplidos. La antología termina con Banderías, una pieza publicada en El Mundo el 14 de marzo de 2019. Empieza así:

“Era inevitable que el tiempo político, caracterizado por la profusión de militancias exacerbadas y por la abolición de la distancia escéptica, contaminara el periodismo. Cada vez son más los periodistas que, contagiados por el afán de participar en una emocionante cabalgada o en un zafarrancho de combate donde se forja el porvenir, cultivan la adhesión ciega a unas siglas u otras sin reparar siquiera en cuán contradictoria resulta esa actitud con los por otra parte atropellados principios del oficio. Hemos llegado a un punto, no por primera vez en España, en que el periodista que no se deja identificar en el orden de batalla con una militancia es considerado sospechoso, flojo, perversamente equidistante, desertor de unos o de otros”. Quizá alguno esté teniendo pensamientos parecidos estos días.

El penúltimo negroni no consigue evitar esa sensación de atracón que asola al lector cuando pasa horas enteras leyendo columnas del mismo autor. Pero aquí hay una circunstancia especial. Claro que puede producir cansancio la séptima mención de la tarde a Omaha Beach. Pero este negroni se bebe despacio, ante la certeza de que terminarlo conducirá, esta vez sí, a una despedida casi definitiva. Siempre nos quedará la hemeroteca. Pero no es lo mismo. Conforme se aproxima uno a pasar la última página, sabe que tendrá que decir adiós al autor, como si se fuese Elliot al pie de la nave de E.T. (Seguro que esta referencia spielberiana le gustaría mucho menos que una de Salvar al soldado Ryan). Está claro que a él no se le iluminaba la punta del dedo. Pero algún poso ha debido dejar en sus lectores. “¿Qué escribiría hoy David Gistau?”. Ni un solo día sin preguntárnoslo.

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