jueves, marzo 28, 2024

‘Revancha’, la belleza de la venganza entre la gente chunga

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Revancha. Kiko Amat. Anagrama. Colección Narrativas hispánicas

Revancha (2021) remite al universo de Rompepistas (2009). Dos historias de gente del Llobregat se cruzan en una novela violenta, cruda, descarnada. Gente chunga. Gente herida, gente de barrio. Revancha cuenta la vida de Amador, skinhead, homosexual, soldado en una banda de ultras del Barça. Niño abandonado, criado en un hogar de acogida, con más heridas en el lomo que un caballo de guerra. La otra línea que traza Revancha nos presenta a César «Jabalí» Beltrán. Ex jugador de rugby, sicario y matón por encargo de un tal Fundador, que le comunica los trabajos por teléfono.

Revancha

Las vidas de Amador y de César se cruzan en Revancha, un relato que tiene una velocidad vertiginosa desde la primera página. Atrapa. Es una historia violenta, en la que los personajes se van dejando en cada página fragmentos de piel muerta, sangre, saliva, y un pasado que les da asco a los dos. La novela avanza con regresos continuos a la historia personal de cada uno. Alcohol, drogas, delincuencia, padres puteros y otras joyas. El paisaje, la periferia de Barcelona: mucha mugre, basura, fábricas desmanteladas, instalaciones de turismo abandonadas, algún camping, algún puticlub, la Mina, Sant Boi, el Llobregat.

Los dos protagonistas no se encontrarán hasta el final de la novela. Son gente chunga. ¿Malos? Bueno, cuando a uno le pasa lo que a ellos es más fácil ser malo. La novela no juzga, ni mucho menos. Describe a dos hijos de puta, que tienen, los dos , zonas de gris, y alguna región iluminada. Ese es uno de los ingredientes relevantes del relato. La historia comienza fuerte: el secuestro de un gallego. Amador y su banda (Lokos), al mando de «El Cid», le tienen que cobrar su intromisión en un negocio de droga. Y se la cobran con toda saña. En las escenas de violencia se siente la sangre y el temblor de la carne. Amador narra su historia en segunda persona. En el caso de César, es un relato convencional, onmisciente. Amat les ha inventado incluso una jerga, un slang, un lenguaje propio, para que ese mundo sea ajeno al lector. Pero el efecto no es bueno. La jerga distrae al lector y realmente no aporta nada. Confunde y obliga a recordar continuamente a qué se refiere con términos que no tienen ningún contacto con la realidad.

Nazis y cabezas rapadas

En Revancha el fútbol es tan solo un paisaje, el eslabón al que se agarran los marginales para sentir que pertenecen a algo. La estética nazi, nihilista, les identifica por oposición a todo lo «normal». La violencia es gratuita, y en ocasiones, una forma de expresar adhesión, lealtad, fidelidad. La novela busca esa belleza, por eso el autor, entre sus temores, confiesa el de que el lector piense que está jaleando a los que van por la vida partiendo cráneos.

La escritura de Amat es ácida, sus toques de humor sarcásticos, su frase corta, muy corta, lo que hace del relato un vértigo que atrapa al lector. Funciona. Te costará dejarla antes del final. Esa virtud hipnótica es también su defecto: Revancha no tiene vías de servicio, ni áreas de descanso para el lector. Le falta contraste entre las dos historias que caminan en paralelo.

Elogio estético de la violencia

Los dos personajes tienen demasiado en común. Está mejor construido Amador, algo menos César. La novela bebe de la mitología de los barrios: el quinqui es un héroe en la barriada. Las leyendas del barrio tienen todas sus historias de cárcel, de crímenes y de venganzas. Una estética dura, que busca esa belleza en la venganza, es un juego de difícil equilibrio.

Por una parte remite al «western», y a las novelas de Jim Thompson, presente en el pórtico de la novela. Incluye una crítica feroz al progresismo buenista, y muestra sin complejos una ira violenta, la que devuelven al mundo los heridos, sin ningún atisbo de justicia. Con su propio código de honor y sus cuentas propias sobre el debe y el haber. Salvando las distancias del tiempo y el estilo, le puede pasar como al Borges de Hombre de la esquina rosada, al que algunos achacan un elogio, estético, de la violencia.

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