Scarface: haciendo el amor a una escena

Que vivimos en un mundo acomodadamente convulso es una realidad. Digamos que, en general y no en todo el planeta, se duerme sobre blando, arropados, bajo techo, aun cuando por culpa de los bélicos tambores y las camillas, es complicado coger el sueño. Es este un tiempo en el que la humanidad empieza a dar forma a la siguiente era, esa que tanto asusta. Un mundo en el que o cerramos las puertas y las ventanas y nos quedamos en Matrix o cogemos las pancartas y las antorchas y nos vamos a Sion.

Según el momento, últimamente muchas veces, me suelo incluir en los que opinan que el arte y la cultura no sirven para nada, excepto para alimentar la vanidad y proporcionar una buena conversación. Por eugenésico que puede llegar a sonar, esta civilización necesita más médicos e ingenieros, que poetas o músicos. Qué triste. Qué dolor. Qué trasnochado voy. Qué tontería más grande. Porque por mucho que esta sociedad, tal vez abocada a una saturada serie de fracasos, se empeñe, por más que los materialistas sigan y sigan haciendo sonar sus apocalípticas trompetas, sin el arte y la cultura no seríamos más que entidades robotizadas en un delirante bucle. Cobayas desprovistas de sistema límbico, con menos inquietudes que un zombi pastoreado.

Para un cinéfilo impenitente como un servidor, no es difícil hacer de arqueólogo en busca de las escenas que, para su gusto, -no hay opinión más absoluta-, son las más memorables de la historia del séptimo arte. Qué experiencia más orgásmica, qué actividad, a la vez tan inservible, más llena de emociones. De vida. Y si Javier Bardem dijo que solo cree en Al Pacino, pues habrá que ser, qué menos, que monaguillo de tan áurea iglesia. Haber sido protagonista en «Tarde de perros», «Sérpico» y las, (la I este año cincuentenaria), ínclitas, «El padrino I y II» antes de meterse en la piel de Tony Montana en la icónica «Scarface», da para fumata blanca.

Montana es un excremento, -palabras del agente de inmigración de Miami: «Castro se nos caga encima«-, llegado de aquella Cuba regida por aquel “Vozhd” caribeño aficionado al queso y a gobernar la isla con mano de hierro. El defecador que, en 1980, abrió las puertas de las cárceles castristas: “tomad y comed, (hijos de la Libertad), porque esto es mi cuerpo”. De aquella Cuba, viene con su mejor amigo, Manny, (Steven Bauer), a jugarse el todo por el todo. A ganarse el mundo «con todo lo que contiene«. Y sí, el exiliado político progresa. Progresa porque la demanda de su nívea doctrina es inmensa, casi tanto como la interesada flexibilidad gubernamental del solidario territorio que lo acoge en nombre de la ansiada Libertad.

Montana tiene en Sosa, jefe de la narcótica franquicia boliviana, un socio que le pide un favor, ayudar a Alberto, (Mark Margolis, el futuro tío Salamanca en “Breaking Bad”), a liquidar a un periodista preparado para destapar públicamente el negocio sucio de Estados Unidos en el mundo del narcotráfico en la misma sede de la ONU en Nueva York, a cambio, Sosa ayudará a Montana con sus problemas fiscales en Miami. A ojos del caótico Tony, ya empezamos mal. Para empezar, a Tony no le gusta hacer de peón. Él no es un traficante procedente de la clase alta boliviana educado en Inglaterra como Sosa.

Él viene de lo más bajo de un país en el que la palabra Libertad se cobra cara y es de los que se ensucian las manos. El plan es que Alberto, el sayón boliviano que necesita ayuda con el idioma, coloque un artefacto lapa en los bajos del coche del periodista, esperar toda la noche a que este salga, tome el volante y, a la altura de la misma sede de las Naciones Unidas, hacerlo explotar mediante control remoto. Es aquí cuando la maestría de De Palma y la excelente música de Giorgio Moroder y Pacino, se cogen de la mano y se funden. Es aquí cuando el arqueólogo cinéfilo, vagamente iniciado en ambas disciplinas, llega al fondo del yacimiento y se siente pleno.

La escena.

El dispositivo está en su sitio, el sicario listo con el control y Tony, nervioso y gruñón, incumpliendo la norma de no homenajearse con el producto que vende. El periodista, ya al amanecer, sale de su hotel, toma su coche ajeno a peligros, sin escolta ni nada y, en vez de seguir con lo que ha estado haciendo durante toda una semana de acecho, da la vuelta y recoge a su mujer e hijos. Montana reprende a uno de sus secuaces, que se lava las manos y “La sombra” le apremia a continuar con el plan. “Ni mujeres ni niños, esas son las reglas”, diría años después de esta “Scarface, el precio del poder”, -tal vez uno de los mejores remakes de la historia-, Jean Reno en su cinta más recordada, “León, el profesional”, de Luc Besson.

Porque Tony Montana, nuestro Tony, icono en el panteón de más de un narco de barrio real, es un hombre de familia, pero no un hombre familiar. Para él, la familia, siguiendo el mantra gansteril, es lo más importante, pero eso sí, la familia bajo sus principios y su extrema sobreprotección. Y se opone. “Matamos a este tipo otro día”, le dice a Alberto. Este, con cara de albañil al que le han quitado su bocata y su vaso de vino, que tururú, que él es un “maestro en el campo de la liquidación”, como lo ha presentado su patrón. Él ha venido a la capital del mundo a matar delante de su sede más importante y le importa un rábano si con ello caen una madre y sus hijos.

A partir de ese momento, con Montana al volante de un coche familiar muy bien escogido, -quién puede pensar que en una ranchera familiar típica americana de los 70 y 80 va una cuadrilla de matarifes del mundo del hampa-, la escena toma velocidad, de menos a más. El sicario boliviano sacándose la antena del control remoto, “despacio, despacio”, guía a Tony, como si estuviese haciendo el amor y no a punto de hacer volar en pedazos a toda una familia. La cara de ese brujo del cine, Alfredo Pacino, es un poema. Los críos cantando en el asiento de atrás del coche de sus papás, la bomba justo debajo. Él no hace ese tipo de trabajitos. Él preferiría bajarse y descerrajarle dos tiros al chivato de la prensa que se dispone a denunciarlos a todos. A regañadientes, siguiendo las instrucciones del asesino.

El ruido del tráfico y el sintetizador de Moroder de fondo, moldeando el tesoro arqueológico. La intriga, la incertidumbre, toda la vida y el final del protagonista condensados en un coche, en una sola escena. “Esto no es de hombres”, quiere decir Tony al liquidador: “¿tendrás agallas de mirarles a la cara cuando los mates?, tienes que esconderte con eso”, le espeta, mirando al control de la bomba, a los niños y al espejo retrovisor, en una interpretación mítica, porque eso es lo que él prefiere, que el infeliz al que va a ajusticiar lo mire a la cara y así lo hace frente al narco colombiano en el tiroteo del principio. Él no matará a “unos niños y a su madre”, porque él respeta ese código, porque su misma madre lo echa de su casa tras años sin verlo y ni replica.

Tony Montana es un narcotraficante, pero un narcotraficante clásico, tradicional, con una moral, su moral, a la que no falla, aun cuando mate como el que más y meta la cara entera en montañas de yeyo. Alberto, alias “la sombra”, tiene los sesos pegados a la ventanilla del coche. Los niños, su madre y el periodista llegan a la ONU sin saber que han estado a punto de morir. Tony Montana, el preso político cagado por el comandante Fidel, ha liquidado al liquidador. Ha salvado la vida de lo que él considera intocable, la familia, pero ese tiro en la testa del asesino boliviano se lo ha dado a él mismo. Sosa sabe lo ocurrido, no perdonará y… bueno, el final ya se conoce: “el mundo es tuyo”.

Mostrar este desmedido apasionamiento por la escena de una película en concreto, por las habilidades de un director que, en “Los intocables de Eliot Ness”, volvería a magnetizar, por la música del, algo olvidado, compositor italiano Giorgio Moroder, (Óscar a la mejor banda sonora por “El expreso de medianoche”), y por los histriónicos, pero brillantes alardes interpretativos de ese demonio Pacino, no sirve de nada. ¿A quién le importa? ¿A quién le importa saber dónde nació Juana la loca? ¿A quién le importa saber quién pintó “Los sirgadores del Volga”? ¿A quién le interesa descubrir quién es Cartarescu, quién fue Karl Malden o Pinito del Oro? “El arte es la actividad de lo inútil” ¿Wilde? Sin embargo, ¿qué sería esto del vivir sin el arte, sin la cultura?

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