viernes, marzo 29, 2024

Sonetos de la cárcel de Moabit, la poesía que sobrevivió al nazismo

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Sonetos de la cárcel de Moabit. Albrecht Haushofer. Versión española de Jesús Munárriz. Edición bilingüe. Hiperión

Moabiter Sonette (Sonetos de la cárcel de Moabit) es el nombre original con el que se editaron los sonetos escritos por Albrecht Haushofer antes de morir, la noche del 23 al 24 de abril de 1945. Formaba parte de un grupo de prisioneros políticos de la prisión de Moabit, que debían ser trasladados a la estación de Potsdam. Las tropas rusas cercaban ya Berlín. Los quince reclusos fueron ejecutados de un tiro en la nuca en las proximidades de la Invalidenstrasse. Un preso sobrevivió al tiro en la cabeza.  Gracias a su testimonio se encontraron los cadáveres. Entre las ropas de Haushofer su hermano encontró cinco folios manchados de sangre en los que, con letra apretada y minúscula, Albrecht Haushofer había escrito ochenta sonetos que forman el testimonio poético más valioso de la resistencia frente al nazismo.

Una élite intelectual

Moabit

Sonetos de la cárcel de Moabit es un testimonio vital, el compendio de una vida, los recuerdos, las imágenes, las reflexiones, los juicios morales y los valores por los que un hombre quiere ser recordado. Escritos con la certeza de la muerte. Redactados mientras todo su mundo se hunde con el estrépito de la guerra. Y el mundo de Albrecht Haushofer era el de la élite intelectual alemana. Doctores, catedráticos de universidad, con una gran formación humanista. Algunos, como Haushofer, decidieron acomodarse para intentar cambiar el rumbo de Alemania desde dentro, al tiempo que participaban en la oposición conservadora al régimen.

Albrecht Haushofer era hijo de Karl Ernst Haushofer, general del ejército retirado y catedrático de Geografía, uno de los grandes expertos alemanes en geopolítica, un hombre muy cercano a Hitler, muy bien conectado con las élites japonesas y artífice de la alianza entre los nazis y el régimen nipón. Como su padre, Albrecht se doctoró en Geografía. Compartió aulas con Rudolf Hess, que llegaría a ser lugarteniente de Hitler. Hess le procuró a Haushofer un certificado de sangre aria, cuando su compañero de estudios fue clasificado entre los mestizos, por tener un cuarto de sangre judía.

Primera detención

Los Haushofer, padre e hijo, fueron detenidos y encarcelados por su relación con el  viaje secreto de Rudolf Hess, cuando en mayo de 1941 viajó a Escocia para intentar una paz con Inglaterra, que fue rechazada por Churchill. Albert Haushofer ponía así fin a una carrera en la que había llegado a formar parte del departamento de propaganda del Ministerio de Exteriores. El atentado contra Hitler de von Stauffenberg le devolvió a la prisión de Moabit en diciembre de 1944, después de una fuga para evitar su detención. Solo saldría de la cárcel para morir ejecutado por un grupo de agentes de las Waffen-SS.

Moabit
Albrecht Haushofer

En los ochenta sonetos, Haushofer, hombre de una profunda formación humanista, poeta y dramaturgo, con conocimientos musicales y filosóficos, nos habla de la vida en la cárcel, de la infancia, de los compañeros de la resistencia, de música, de escritores clásicos. Desfilan por los poemas, sonetos isabelinos, figuras como Sócrates: “Era alguien muy grande aquel que se atrevió a mantenerse así como víctima fiel al poder asesino ciego del propio estado”. Los guardianes de la prisión: “Puede que esperen aún signos de vida. Sirven y callan. Presos son también. ¿Lo comprenden? ¡Mañana? ¿Tal vez nunca?” Un bombardeo en la noche de San Silvestre, que tritura las ruinas de Berlín: “Lo que había crecido a o largo de siglos ahora en unas horas lo aniquila la fuerza mal empleada de la ciencia sin escrúpulos”. El preso se detiene en los mosquitos, en los gorriones: “qué raro es estar cerca de esa vida sin trabas estando encadenado y lleno d preguntas… ¿me ven esos veloces ojos negros?”

La culpa

Pero los más crudos, los más intensos, se refieren a su circunstancia personal. En XXIII responde a los que preguntan por su fuga hacia Baviera (donde nació en 1903) y no hacia Suiza: “No quería marcharme de mi patria. Durante mucho tiempo pareció protegerme. Luego ya no ha podido continuar albergándome, apenas volveré ya a verla en vida”. Y el llamado Culpa: “A mí mismo me acuso dentro del corazón: engañé a mi conciencia durante mucho tiempo, me he mentido a mí mismo  y mentí a los demás, supe desde el principio el rumbo del desastre. Avisé… ¡pero no con bastante firmeza y claridad! Y ahora sé que he sido culpable”. Especialmente relevante es el soneto dedicado a su padre, el autor de la teoría geopolítica nazi (lebensraum): «Dependió de su fuerza de voluntad un día devolver el demonio al calabozo. Pero mi padre entonces rompió el sello. No fue capaz de ver el aliento del mal y dejó que el demonio se fuera por el mundo». El mismo demonio que le devoró tan solo unas semanas después de escribir este soneto.

El recuerdo de paseos por las montañas, historias de la mitología hindú, relatos budistas, y un alma que a veces navega por un río o siente admiración por la voz y las manos del médico que le atiende. Los sonetos tienen una vibración profundamente humanista que en ocasiones se asoma, como en el recuerdo de Tomás Moro, al humor ante la muerte. O la visión de la Madre, en la puerta de casa, iluminada por la luz de una vela, expuesta al gélido viento de la intemperie. Y que acaban con el despertar a la realidad, cuando la llave de la celda le despierta de un sueño: “Entonces sé, saliendo de los sueños, lo que siente en sus últimos instantes quien, amarrado a una barca sin remos, oye las cataratas del Niágara rugir. Las aguas entrechocan en la borda del bote. Corren con rapidez. Lleva atadas las manos”.

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Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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