En estos días, estamos celebrando el 125 aniversario del nacimiento del séptimo arte. Fue el 28 de diciembre de 1895 cuando los hermanos Lumière realizaron la primera proyección pública en el salón Indién del Grand Café de París. Soy un gran aficionado al cine. Particularmente a ese tipo de cine que te plantea situaciones absurdas. A veces tan absurdas que imitan perfectamente a la realidad.Ocurre mucho con el cine de Berlanga. Este genial director no solo plantea personajes en su mayoría surrealistas, sino situaciones extremas que, sin embargo, pueden ocurrirnos en cualquier momento.

Hermanos Lumière
Hermanos Lumière

Tal es el caso de la trilogía la Escopeta Nacional, donde el personaje de Jaume Canivell, interpretado por José Sazatornil  “ Saza “ nos recordará, sin duda, a más de un empresario o, como se les llama ahora, algún emprendedor, empeñado en darnos la brasa en cualquier momento lúdico en el que lo que menos te apetece es hablar de negocios.Este tipo de personas que solo saben hablar de trabajo, o bien porque su vida se fundamenta en él o bien por excesivo apego a los beneficios.  Yo he conocido a varios de estos.

Por no hablar del personaje de Antonio Ferrandis, que da vida a Álvaro, el político trepa, especie invasora que hoy podemos encontrar hasta debajo de las piedras. Aunque, sin duda, el exponente máximo de este tipo de cine paródico es la fantástica Amanece que no es poco, de Jose Luis Cuerda. Aquí, los personajes absurdos dan lugar a situaciones que, no por hilarantes dejan de esconder un trasfondo irónico de la vida real.

Esta dicotomía, realidad-ficción, se da en más ocasiones de las que podríamos pensar. Para ilustrar esta afirmación, recuerdo una de estas situaciones cinematográficas que me ocurrió en mi infancia, concretamente a los quince años. En aquel 1985, mis padres habían cumplido sus bodas de plata, lo cual quisieron celebrar con un viaje por Europa. Nos encontrábamos en Florencia. Sitúense. Viaje en autocar desde España con un grupo de personas de varias nacionalidades. A esas alturas, ya habíamos hecho amistad con otros integrantes del grupo y veníamos de cenar, paseando hacia nuestro hotel, en la cálida y mansa noche florentina. Nada hacía presagiar que en unos instantes íbamos a ser protagonistas de una escena digna de Mario Monicelli .

Avanzaba el heterogéneo grupo por las calles del barrio Oltrarno cuando de repente, de forma espontanea y sin mediar palabra, mi padre, que en ese momento conversaba con un compañero de viaje mejicano, cesó en su conversación y echó a correr desesperadamente. Los demás componentes del grupo, unas catorce personas entre las que se encontraban mi madre, mi hermano Javier de doce años y yo mismo nos miramos perplejos preguntándonos “ ¿ donde coño va este hombre ? “.

Pues ahí estábamos, corriendo tras de mi padre que nos sacaba una ventaja considerable cuando de repente este llega a una casa que tenía la puerta abierta y se mete dentro. Pueden imaginar nuestra perplejidad ante la situación. ¡ Si mi padre no había estado nunca en Florencia !.

Tras superar los primeros momentos de aturdimiento y comprobar que no nos perseguía un toro ni cualquier otro animal salvaje que se diera por las calles de Florencia aunque yo lo ignorase, hice lo que cualquiera haría en este caso, creo, y eché a correr detrás de él, provocando un efecto dominó que hizo que en unos segundos quince personas corrieran desesperadamente por las calles italianas, en su mayoría sin saber porque corrían y a donde narices iban. Todos, menos mi padre, que conocía perfectamente el motivo de la espantada.

Tengo que decir que mi padre, si bien siempre ha sido un gran hombre, no ha sido un gran deportista, pero esa noche era Jesse Owens. Que coño, era Usain Bolt. Imposible darle alcance.

Si alguna vez han estado en esta zona de Florencia, recordarán que, al menos en aquella lejana y añorada época, este barrio recordaba más bien a un pueblo, con casas unifamiliares de una sola planta y con sus vecinos sentados en las cancelas al calor del agosto italiano, por otra parte, infernal. Pues ahí estábamos, corriendo tras de mi padre que nos sacaba una ventaja considerable cuando de repente este llega a una casa que tenía la puerta abierta y se mete dentro. Pueden imaginar nuestra perplejidad ante la situación. ¡ Si mi padre no había estado nunca en Florencia !.

 Peor aún fue cuando, a los pocos segundos, salió flechado de la casa para introducirse en la de al lado que para más ende tenía dos viejecitos sentados en la puerta que se miraron y siguieron a lo suyo como si ocurriese todas las noches que un español fuera de sí entrase en su casa sin siquiera saludar. Tampoco se inmutaron cuando un grupo de españoles, mejicanos y portorriqueños, con algún que otro cubano, nos detuvimos jadeando y sudando como pollos a la puerta de su casa.

Una vez recuperado en parte el resuello y tras dar una vuelta de 360 grados a la situación, como Neo en Matrix, ya iba a introducirme en la casa cuando vimos salir a mi padre con una sonrisa de oreja a oreja, saludando a los viejecitos de la puerta como si los conociera de toda la vida y dándoles las gracias pletórico de gozo.

Solo entonces supimos que lo que había motivado tan frenética carrera, como en Golfus de Roma, había sido una repentina descomposición que le había hecho buscar, por instinto primario, un baño público o, en este caso privado, donde dar rienda suelta a sus necesidades más escatológicas. Que se lo hacía, vamos.

Según nos relató, entró en la casa y tras atravesar un salón donde otro matrimonio de mediana edad veía la televisión, abrió la primera puerta que se puso a su alcance, que bien podía haber sido el armario de las escobas y tuvo la suerte de darse de bruces con el cuarto de baño, al cual llegó en el tiempo de descuento.

En tiempo de guerra…

Supongo que en una ciudad donde la cosa nostra campa a sus anchas, cualquier situación surrealista te parece posible y el matrimonio del salón, lejos de preguntar, se sintió aliviado cuando mi padre salió de su baño subiéndose la bragueta y les dijo arrivederci sin volarles la cabeza ni nada.

Eso sí, seguro que uno de los pensamientos que les atormentará en su lecho de muerte será quien coño era el señor con bigote que se coló en su casa y en su imaginario personal, entiendo que para siempre, una noche de agosto de 1985. En esta ocasión, mi padre aplicó uno de sus dichos habituales : “ En tiempo de guerra, cualquier agujero es trinchera “.

De cualquier modo, si no tienen o han tenido el privilegio de vivir este tipo de situaciones cinematográficas, el cine siempre proporciona la posibilidad de evadirse y viajar lejos, en estos tiempos confinados que nos toca sufrir. Las salas nos están esperando, con todo tipo de medidas de prevención. Si no queremos ver desaparecer los cines que tanto bien nos han hecho, tenemos el compromiso y la responsabilidad de contribuir a su supervivencia.

Por tanto, ¡ vayan al cine !.

Julio Moreno
Julio Moreno

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