Historia (sentimental) de una fotografía

La imagen es cuadrada, porque fue tomada con una Hasselblad 500. Una cámara muy similar a la que fue a la luna en la misión del Apolo XI. La que yo tengo tiene medio siglo. Y la usamos para hacer un libro de retratos para la Fundación FIDE. El compromiso era que las fotos tuvieran algo más de lo dice la tarjeta de visita profesional: que las fotos revelaran la persona que hay detrás del profesional. Gonzalo vino con un pan bajo el brazo.

Gonzalo Jiménez-Blanco era así, como le ven en la foto: unos ojos vivos, atentos, despiertos. Y una sonrisa amplia, franca, cordial. Tenía el recuerdo de una serie que había hecho Schommer: gentes con un pan bajo el brazo en el suplemento dominical de algún periódico. Era el pan de la transición y los tiempos eran de concordia. El pan era lo primordial, lo básico. Hasta Fraga subía a la tribuna del Congreso con un paquete de garbanzos, o lentejas.

Conversaciones con Antonio López

Luego de la foto nos comimos el pan a pellizcos, como pícaros. A Gonzalo la foto le gustó. Hay otras tomas en las que el pan languidece o parece un fusil. En esta, las manos sostienen la áspera corteza como si estuvieran a punto de partir la costra y abrir el alma blanca de la pistola. En Madrid, a una barra un poco más corta y más ancha que la de la foto, la llaman pistola. Esta que lleva Gonzalo es una baguette afrancesada, aunque los franceses no la exhiben con la misma elegancia.

Gonzalo Jiménez-Blanco

A Gonzalo le vi años después en Ashurst, donde era socio. El mal ya le había dado su primer zarpazo furioso. Hablaba con dificultad, pero no callaba. Había abierto un blog en El Confidencial que era un prodigio intelectual, y escribía y tuiteaba desde el alba, hablaba de cine, de libros, y conectaba los puntos lejanos con la visión de un águila. Dormía poco y no paraba. Y luchaba sin perder la sonrisa. Me enseñó la habitación de su despacho que habían prestado a Antonio López para pintar un cuadro de la Gran Vía. Allí hicimos una nueva foto. El pintor pasaba horas en aquel pequeño cuarto y Gonzalo pegaba la hebra un día si y otro también. Llegó a reunir un manojo de conversaciones con López, y le dio forma de libro. Una joya, esas frases enhebradas entre dos grandes conversadores.

Gonzalo, junto al cuadro sin terminar de Antonio López

Gonzalo se ha ido. Muy pronto el adiós. Nos deja un recuerdo cargado de afecto y de energía cordial, civilizadora. Su vida era una celebración permanente, algo así como si hubiera salido de un poema de Claudio Rodríguez.

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