Ustedes verán, porque la última decisión siempre la tiene el lector, aunque para mí no los conciba nada más y nada menos que como personas. Y a personas adultas escribo cuando las invito a contemplar, a mirar más allá del límite carnal de su cuerpo, a observar con detenimiento, dando marcha atrás, volviendo a releer las hojas de su vida cotidiana.
Mi insistencia no es una obsesión, sino una necesidad de compartir con ustedes una manera distinta de respirar por los ojos, por las manos, por los oídos para no caer absortos, anonadados, bajo el peso de la distracción y del olvido, como guiñapos inservibles para el juego de los niños. Para rezar, para dirigirse a quien los espera, para maldecirlo si hace falta, porque no comprenden nada de este duro entrenamiento del vivir, que parece interminable. Pero háganlo, al menos, conscientemente. Háganse conscientes. Vuelvan en sí, como se suele decir con ‘conocimiento de causa’, es decir: sabiendo que son amados en este mismo instante en que su cabeza quizá huya de algún peligro, o de alguna preocupación como un pececillo asustado por la inmensa sombra de una red.
Comprendo como ustedes el sufrimiento. Y sufro, como muchos de ustedes, los silencios traidores, las decepciones, el escozor de las heridas. Quien les escribe no está apoltronado en un diván escuchando liras y cantos de bellas odaliscas, esperando el fin del puente de Pasión. Soy como ustedes. Sufro como el que más. Por eso comprendo que, casi nadie, vendrá a recogerlo de su propia miseria cuando lo necesite. Quizá un amigo, quizá una madre o un padre y alguna inesperada mano, como la de Urdaci. Por eso, en la medida de lo posible, intento como puedo, desde aquí, hacerles la vida un poco más llevadera, echándoles una mano con mis palabras. Si eso sucede, me doy por pagado.
Y como lo comprendo de sobra, insisto en el método, en la práctica, en la ascesis necesaria de la observación de cada detalle cuando, como ustedes, siento que me atenaza la arcada del tedio, del dolor de la injusticia, el quebranto del mal sufrido ante el silencio de los formales y de los indiferentes.
Hay que vivir y hacerlo de la mejor manera posible. Parece una obviedad, pero no lo es. Miren cuántos momentos se pierden; miren cómo se vacía el tarro de su vida; miren cómo apenas quedan fuerzas al final del día para poco más que taparse e intentar dormir. Miren ustedes. Sean ustedes los protagonistas. No dejen que sus vidas vayan a la deriva. No la dejen que se desboque.
Como ya he dicho en otras ocasiones, no hay vida plena sin preguntas y no hay preguntas sin atención. No puede haber humanidad sin el uso de los ojos del alma que, a la larga, retienen más recuerdos, más rostros, más acontecimientos que las retinas abrasadas por el resplandor del maldito teléfono, causante (causas) de tanta ansiedad (consecuencias).
Por favor, por caridad. Es casi una súplica por su bien; una reclamación de maestro, una llamada a volver de la polinésica Babia en la que vivimos la mayoría del tiempo, como esos benditos adolescentes desgarbados, despistados, abstraídos en sus propias irreflexiones y tropiezos.
No puede haber respiro alguno sin la conciencia de lo hermoso. No hay plenitud sin la curiosidad por descubrir ciertos misterios. Porque no hay nada, absolutamente nada, en el dejarse arrastrar por la corriente de los días como un tronco seco que se precipita por una cascada hacia las rocas. No pueden vivir ausentes de los milagros que acontecen a su espalda, ante sus corazones ciegos, cerrados, educados desde la infancia a la frialdad y a huir de los problemas porque, el día menos pensado llegará uno verdaderamente insalvable y, tal vez, no tengan herramientas, armas ni afectos que los socorra, porque tampoco le han enseñado a cuidarlos.
Tal vez creen que basta con ‘pasar página’, ‘darle tiempo al tiempo’ y toda esa retahíla de tópicos que se lanzan a la ligera cuando todo va bien…pero, en realidad, ¿cuándo va todo bien? ¿Cuándo está todo bien? ¿Cuándo está todo perfecta y formalmente colocado? ¿No sienten una carencia? ¿No sienten que falta algo, que siempre falta una pieza? ¿No sienten su incapacidad para alcanzar su anhelo íntimo? ¿No sienten su impotencia declinante de superhéroe a las puertas de la jubilación? ¿No están hartos, en ocasiones de sí mismos? Porque yo hay días que no me aguanto…y comprendo que no me basta con que las cosas vayan sólo ‘bien’.
¿Cómo puede ir bien alguien ausente de sí mismo y de la belleza que lo rodea en forma de personas, de paisajes, de cielos, de mares? ¿Cómo puede ir bien alguien alocado de aquí para allá sin un mínimo momento de contemplación, de levantar la vista y comprobar que está acompañado?
¿Recuerdan algo significativo del día de ayer? ¿Algo capaz de hacerlo levantarse como un niño en un sábado eterno? ¿Recuerdan algo precioso, valioso, sagrado, en medio de su ausencia? ¿Algo destacable en el caos de recetas, consejos y barra libre de trabajo o sopor vacacional?
¿Queda algo de ustedes en alguien? ¿Alguien queda prendido en su memoria?
El gran desastre educativo es este: la construcción de una sociedad ausente de sí misma y de la belleza que la precede. Una sociedad que no contempla, por tanto, que vive ausente de las personas, alejadas unas de las otras como un gélido archipiélago de islas ocultas en la niebla. Una sociedad formal, que cubre el expediente y, después, pega unas cabezadas en el metro y en la vida; con su pena y su angustia a rastras, colmando el borde de la paciencia, hasta el estallido inevitable del hombre inmolado a ‘lo bonzo’ contemporáneo.
A poco que se piense, una sociedad disgregada, oculta, separada, ausente de las necesidades de los demás es una sociedad fallida, que tiene ya consecuencias funestas para la convivencia. Porque, ¿qué convivencia sana puede haber entre sujetos abstraídos en sí mismos, en sus propios bulos, en su aparente ‘estar bien’, cargando contra los molinos de viento que mande su desinformador de turno? ¿En su constante y aburrido pasar páginas a las revistas de otras vidas maravillosamente filtradas por el Photoshop? ¿En su gran éxito que lo ha dejado, de nuevo, insatisfecho? ¿Cómo puede construirse una vida en común con seres educados para la psicopatía social y la frialdad en el trato?
“No eres tú, soy yo la ausente -dice Denise Levertov-
Hace tiempo pronuncié tu nombre,
pero ahora evito tu presencia.
Me paro a pensar en ti, y mi mente
enseguida
como un pececillo se evade,
se lanza
en las sombras que juegan sin cesar (…)
Mi ser no se queda
ni un segundo quieto, va errante
por todas partes,
por todas partes a donde pueda ir. No eres tú,
yo soy la ausente…”
No se alejen demasiado de la vida. No se ausenten del amor. No se ausenten de la belleza. No se ausenten de las personas. No se ausenten de quien nunca se ausenta. Verán ante sus ojos que siempre se puede volver a empezar. Volver a levantarse como ese niño de goma que se cae del columpio, se estampa contra el suelo, pero le puede más el vertiginoso vuelo que el dolor de sus rodillas. Miren, contemplen. Se lo pido como un favor