A favor de la distracción. Marina van Zuylen. Elba. Traducción de Jordi Ainaud i Escudero
Hay libros a los que se debe aplicar una relación inversamente proporcional entre su peso físico y su relevancia intelectual. Hay libros que se leen en una tarde y dejan una profunda huella de reflexiones e ideas. Y hay otros que nos ocupan meses y nos marcan, también, de por vida. Hay tesis doctorales que se escribieron en un par de folios y forman parte de la historia intelectual y otras, cuajadas en un pesado y tupido tomo, que ocupan un lugar preeminente en la antología del plagio. A favor de la distracción, de Marina van Zuylen, tiene apenas 86 páginas. Para quien esto escribe, es uno de los libros del año.
Hace ya cinco siglos que leemos a Montaigne con un placer inagotable. Hace quinientos años que el francés aprendió a aceptar lo que parecía un defecto: una incapacidad de pensar en línea recta, a la manera cartesiana. Los ensayos de Montaigne son divagaciones, son ensoñaciones, como diría Rousseau (otro maestro del deambular mental). Tienen poco de prácticos, no caben en Twitter, no se pueden «filetear» en frases de marketing para las redes sociales, son reflexiones abiertas que muchas veces no llegan a ninguna conclusión, y sin embargo nos cautivan con su vagabundeo, con su ir de aquí para allá, con sus saltos y sus «distracciones». Y eso es porque esos saltos y zancadas se parecen a la caótica irregularidad de nuestras propias vidas.
El malestar asociado a la distracción
La distracción es algo contra lo que nuestra cultura lucha con pastillas, con consejos, con libros, con fórmulas para recuperar la concentración. La distracción ha sido degradada al nivel de la pereza, en un mundo que ha perdido el «arte de la lentitud». Para Marina von Zuylen, «el malestar y la culpa asociados a la distracción tienen que ver con la tendencia de nuestra cultura a equiparar actividad y valor» Si nos sentamos ante la pantalla de un ordenador, ofrecemos una imagen mucho más «comercial» que si divagamos sentados en el banco de un parque. El libro, como dice la autora «examina de cerca la distracción para extraer alegrías e ideas sin cuento de sus presuntos peligros, para defender y ensalzar la vida desenfocada por los pequeños y grandes prodigios que puede obrar»
El punto de partida empírico del libro es un texto de Darwin en el que se lamenta haber perdido la costumbre de la poesía y el teatro. Darwin confiesa que su mente es solo una trituradora de datos, enfocada a obtener leyes universales. Llega un punto en el que Shakespeare le provoca náuseas. Y se lamenta: «la pérdida de estas aficiones supone una pérdida de felicidad, y puede que sea dañina para el intelecto, y más seguramente para el carácter moral, pues debilita la parte emocional de nuestra naturaleza» Un cerebro estéticamente atrofiado y debilitado no puede recuperar esa felicidad que depende de la parte emocional de nuestra naturaleza. Un cerebro tal pierde algo tan rico como el «interés desinteresado».
La distracción como arma de supervivencia
La evolución no nos dio a los humanos un cerebro de concentración rígida, como tienen los primates. Y la autora se pregunta, ¿será que la distracción es un arma secreta de la supervivencia? La respuesta es afirmativa. El humano practica la atención desapegada, la presencia a la vez que la ausencia, la atención por lo profundo y por lo superficial. Primo Levi anota en Si esto es un hombre que la atención dividida le fue más beneficiosa que perjudicial en Auschwitz. En medio de una aflicción atroz se siente agradecido porque al menos ese día, el viento no ha soplado muy fuerte.
Frente al humano, el primate puede morir de pena porque no pueden evitar que sus mentes sean unidireccionales. Nuestra capacidad de olvidar y distraernos nos ayuda y nos estorba al mismo tiempo. Piette añade a esto que solo el Homo sapiens es capaz del tipo de desapego existencial que tolera una idea que no va a ninguna parte. Soportamos mucho mejor que los primates una difuminación cognitiva extrañamente constructiva: «esa aparente debilidad explica nuestra peculiar creatividad intelectual, que se alimenta de una atención dividida y equilibra lo alegre con lo trágico».
Distingue la autora entre distracción positiva y negativa. Consiste la primera en dejar que la mente vague libremente, haga garabatos y promueva una relación matizada con la inercia. La negativa nos deja sin capacidad de elección al acelerar una incómoda avalancha de sensaciones. Es en la primera donde los neurólogos comprueban que encontramos la mejor forma de solucionar los problemas: tomándonos un descanso. Al dejar de concentrarnos en ellos, nuestros circuitos de pensamiento se liberan.
Una retórica de saltos y zancadas
Por el libro desfilan los grandes pensadores y esctirores de la divagación y la distracción: de Hume a Kierkegaard, de Cervantes a Dickens y Viginia Woolf: «es a veces en nuestro ocio, en nuestros sueños, cuando la verdad sumergida sale a la superficie». Hume a un lado, al otro Descartes y Russell. Hume como filósofo que elogia la distracción. Russell nunca le perdonó una de sus mayores aportaciones: «hacer que los lapsus de atención y las carencias del cerebro resultaran tan interesantes como sus puntos fuertes»
Si algo nos enseña todo esto, dice Marina van Zuylen, es que «deberíamos dejar de malgastar tanta energía contra la distracción y, en vez de eso, abrazar su potencial. La confusión, la dificultad e incluso el aburrimiento (si se practica en lugar de soportarlo) proporcionan recompensas muy diferentes de las que ofrece el pensamiento disciplinado»
Uno, que dedica parte de su vida profesional a preparar a personas que tienen que hablar en público, encuentra en este libro algunas joyas que escapan del pensamiento tradicional sobre la retórica y la oratoria y que sirven para cualquiera que tenga que dirigirse a un público y captar y mantener su atención: «un estilo que marcha a saltos y a zancadas nos mantiene alerta, nos atrae y nos estimula mucho más que un argumento expuesto de forma ordenada«