Tercer acto. Félix de Azúa. Literatura Random House. 18,90 €
La España de Goya asoma en la portada del libro, con el Entierro de la sardina. En el texto esa ceremonia será la muerte y entierro de Franco, momento de transformación y travestismo de una parte de la España que nunca fue antifranquista para pasar a serlo una vez muerto el dictador. España como carnaval. La España de la dictadura, la de la Transición, y nunca como antes, la actual. Al lector que se asoma a estas páginas Félix de Azúa le advierte de que no se trata de una autobiografía. Todo es mentira pero todo es real. «En ningún momento, ni ahora ni antes, he querido escribir un relato de mi vida, si acaso tuviera yo una, sino más bien dar cuenta del mundo tal y como lo he conocido». Añade el autor que le parece más interesante representar la conciencia de lo que ve. Menos hechos y más elaboración de los hechos. La ficción como una forma de relatar la verdad. Todo es mentira para construir una verdad. ¿Será cierto?
Lectores con desorden mental
Ni siquiera los personajes de Tercer acto de Félix de Azúa creen que exista nada real, aparte de las sentencias judiciales y de las matemáticas, puntualiza el autor. Y si alguien cree reconocer en la narración «algo o alguien real, legal o científico, está completamente equivocado. Incluso yo diría que es posible que sufra algún tipo de desorden mental». Estamos ante una broma, ante el juego de ironías y máscaras que tan bien domina el autor, porque las referencias al mundo real en la novela son constantes, y están ahí para quien las quiera percibir. Que todo es un teatro donde nada es verdad, donde todo es representación, una ficción que ha llegado al tercer acto, a la hora de la muerte, es el centro de la novela. Una muerte contemplada también con un humor irónico.
La novela comienza en 2017. La voz del narrador es consciente de que su tiempo de ha agotado. De que la función va a terminar pronto. Y se dispone a poner en palabras su conocimiento, que es un conocimiento de imágenes: «yo por fortuna, conservo imágenes, muchas imágenes». Y las llama («vengan ellas como corderos al pastor») en un último intento de conocerse a sí mismo.
Del exilio a la España postfranquista
Y lo que viene a continuación en Tercer Acto es el relato discontinuo, subjetivo e incompleto de la generación de Félix de Azúa. Un retablo de imágenes, como si fuera un relato medieval. Que comienza en 1971, en un ático de Vallvidriera, en una España de esclavos del franquismo. «Para nosotros la política sería ya siempre una prolongación de la dictadura, y al haber sido ésta una consecuencia de la guerra civil, viviríamos en guerra civil permanente aunque no lo quisiéramos reconocer».
Los personajes de Tercer Acto aparecen en ese ático (Josean, Mina Soria, apodada Anisette) o en París, Hugo, o un Julio Silvela Silva, que dirige la tertulia de La boule, y en el que hay que ver al filólogo Agustín García Calvo. «Nadie me lo había descrito y sin embargo aquel hombre de mediana edad, con patillas en boca de hacha que se unían a un bigote entrecano, amueblado con una casaca de hilo con faldones, chaleco amarillo limón, pantalón musulmán, collares multicolores y abundante pelambrera, solo podía ser un filósofo español, admirado poeta y reconocido lingüista, gran personaje que había puesto su inspiración también al servicio de la indumentaria, advirtiendo con ella y su resplandor que él si decía la verdad nada más que la verdad».
Marihuana y LSD
Tercer Acto va y viene en el tiempo. Salta del 63 al 71, del 2007 al 77. Idas y venidas de un grupo al que la muerte del dictador sorprende en París: «nos pilló por sorpresa, cuando menos lo esperábamos». Y el grupo sigue en la inercia del París de las universidades y de la bohemia. Y se suceden sesiones de LSD y marihuana con escenas carnavalescas como la visita del narrador con su amante, a la que apoda Cicciolina, al escritor Ernst Jünger. Los mejores pasajes de la novela son aquellos en los que Azúa despliega un humor ácido, maneja la navaja de la ironía y entra en la carne hasta el hueso. Luego tiene algún ramalazo pedante que lo arruina: «los pasteles tenían el sabor levemente ahumado de la transcendencia, eran feéricos, nocturnos y schubertianos».
Tercer Acto termina con su mismo título, con el final trágico de algunos de los integrantes del grupo. Con la decepción por la España en la que resurge el nacionalismo en la Barcelona que Azúa abandonó: «el viejo barrio del vicio, que estaba cambiando a gran velocidad y se transformaría irremediablemente gracias al grupo de negocios que montarían los socialistas cuando se adueñaran del Ayuntamiento de Barcelona junto con empresarios de un inexistente antifranquismo. Aquellas fuerzas, que apenas llamaban la atención, se convertirían en un opresivo nacionalismo totalitario décadas más tarde…». Una España con la Universidad corrompida de moralismo dogmático, en «la que toda enseñanza seria está prohibida».
Tercer Acto es el retrato de una generación, o al menos de una parte de ella, su descenso por «todos los escalones hacia el desastre y la humillación de la vejez». En el reencuentro, como en la célebre escena de la Recherche de Proust, todos llevan máscaras, pero no es que estén disfrazados, es que son así.
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