Rembrandt y el retrato en Ámsterdam, 1590-1670. Museo Thyssen. Madrid
Atentos los fans del selfie, los que tienen algo de curiosidad por la relación de los humanos con el retrato. Esto tiene siglos, y ha habido momentos de la historia en los que los grandes pintores elevaron este gusto por el retrato a niveles de arte, arte con mayúsculas. Esto no quita para que el propósito y sentido fuera el mismo. Ahora la tecnología nos los ofrece como una extensión de nuestro brazo. En otros tiempos, había que acudir a Rembrandt. ¡Dichosos los que tuvieron esa oportunidad!
Lujo y burguesía liberal
El Museo Thyssen ha reunido 97 retratos. 22 de ellos son de Rembrandt. Reflejan el mundo del capitalismo holandés, la prosperidad de una ciudad. Ámsterdam era en el siglo XVII lo que podría ser hoy Nueva York, lo que fue París en el tránsito del siglo XIX al XX, lo que fue Viena para la Europa del Este durante el siglo XIX. El dinero corría. En Ámsterdam nace una nueva clase social: la burguesía, de ideología liberal, y de costumbres que incluyen el gusto por el arte, por el adorno. No es un mundo calvinista. La riqueza se tiene y se exhibe. Las paredes de las casas no deben estar vacías. Las paredes se adornan con retratos de los señores de la mansión.
Junto a Rembrandt están Frans Hals, Cornelis van der Voort, Werner Valcklert o Jacob Backer. Algunos pintaron antes que Rembrandt, otros son contemporáneos. Sus cuadros dialogan, dibujan un contexto, y establecen las condiciones de una época, de un gusto. La estrella es sin duda el Autorretrato con gorra y dos cadenas, que preside este artículo, propiedad del Museo Thyssen. El barón lo compró allá por 1976. Hay cuadros que provienen del Museo de Ámsterdam y otros del Hermitage de San Petersburgo, y préstamos de la National Gallery de Londres y la National Gallery de Nueva York.
El prestigio del retrato
Lo que van a ver es cómo cualquiera que tuviera un poco de dinero se hacía un retrato, una auténtica fiebre por verse en una pintura, un campo de trabajo inagotable para los pintores. Jueces, banqueros, médicos, abogados, gobernantes de hospitales. Nadie se resistía al pincel. Daba prestigio. Los profesionales se hacían retratar con los signos y códigos de su profesión; los ricos con los adornos de su riqueza. La genialidad de Rembrandt, que empezó copiando el estilo de otros pintores, fue retratar el alma humana, lo único e irrepetible de cada uno de sus modelos. Con la misma técnica, con la misma desnudez que aplicaba a sus autorretratos.
En la muestra, ordenada cronológicamente, se ve la evolución del estilo. Pasamos de posiciones hieráticas a escenas de la vida cotidiana de los personajes. Cuando Rembrandt pinta Ronda de noche los clientes empiezan a pedir ese tipo de escenas aplicadas a su propio retrato. Luego querrán más lujo: figuras pintadas en habitaciones de palacios, trajes llenos de color, ropas caras, opulencia. Pero Rembrandt ya había encontrado la forma de pintar el interior de la persona, y sabía que no hay paisaje más interesante que el del alma humana.
La muestra es también una gran lección de fotografía. Los pintores, en especial Rembrandt, nos dan clases de iluminación. Fíjense en el autorretrato del pintor cubierto con una gorra, adornado con dos cadenas. La luz, una sola fuente de luz, incide en el rostro con un ángulo de 45 grados. A esa forma de iluminar, tan utilizada en fotografía, se la bautizó con el nombre de Rembrandt, y es uno de los esquemas más eficaces para destacar en el rostro las arrugas, las marcas, las huellas del tiempo que toda vida deja en el paisaje, siempre sorprendente, que es un rostro.