La lista de víctimas de la fetua dictada por el ayatolá Jomeini contra Salman Rushdie es larga. Se incluyen en ese elenco editores de sus obras, traductores, responsables de editoriales, clérigos musulmanes disidentes y en última instancia, el propio escritor, apuñalado en el estado de Nueva York cuando iba a pronunciar una conferencia. La ofensa (no debemos decir supuesta, porque cada uno se ofende de lo quiere) se contendría en unas frases de The satanic verses (Los versículos satánicos) sobre el profeta Mohammed. La fetua de Jomeini, que escandalizó a occidente con su orden a todo musulmán de eliminar al «satánico Rushdie» obligó al escritor a una vida de clandestinidad y de protección permanente. Hubo excepciones al rechazo de la condena de Teherán. Intelectuales notables como John Berger y George Steiner se pusieron del lado de los chiitas. La de Rushdie paso a ser una vida similar a la de Saviano después de revelar los crímenes innumerables de la Camorra italiana. Solo que la fetua del ayatolá alcanzaba a todo el mundo musulmán, al menos a los de obediencia chiita, y la de la mafia napolitana obligaba a los camorristas, familia criminal bastante menos numerosa.
El crimen contra Salman Rushdie, el intento de asesinato del escritor, se produce en un momento de la opinión pública en el que la ofensa, la más subjetiva ofensa, se ha convertido en occidente en un pretexto político de una fuerza capaz de cancelar la historia y condenar al ostracismo a todo disidente de las ideologías dominantes, lo queer, lo woke y el resto de productos de última hora del mercado de las ideas low cost.
Los clérigos chiitas que en Teherán celebran las heridas a Rushdie, y que se lamentan de que estas no sean heridas incompatibles con la vida, funcionan con idénticos mecanismos que los grupos que en occidente derriban estatuas, ya que no pueden resucitar a los muertos para practicar con sus cuellos el simple arte de la guillotina. He ahí el triunfo de la fetua de Jomeini: el haber convertido la ofensa, del tipo que sea, contra quien sea, en el criterio de persecución, censura, y condena de todo disidente.
Rushdie reaccionaba así en una entrevista difundida por la BBC en 2012 ante esta cultura de lo que Quintana Paz llama «los ofendiditos». Rushdie dice así: «Nadie tiene derecho a que no no lo ofendan. Ese derecho no existe en ninguna declaración que haya leído. Si alguien se ofende, es tu problema y no pasa nada: muchas cosas ofenden a mucha gente. Ahora podría entrar en una librería y señalar algunos libros que encuentro muy poco atractivos en lo que dicen. Pero no se me ocurre quemar la librería. Si no le gusta un libro, lea otro. Si empieza a leer un libro y decide que no le gusta, no está obligado a terminarlo. Leer una novela de 600 páginas y luego decir que le ha ofendido profundamente… bueno, eso es esforzarse mucho para sentirse ofendido».
En efecto, el ofendido suele ser alguien que se esfuerza por serlo, tiene un rasgo masoquista. Su razón es débil, pero su ofensa suele derivar en un estado de excitación cercano al paroxismo. Ahí encuentra esa certeza aplastante que exhibe en su comportamiento. Hasta ahora este delirio era propio del fanatismo musulmán. Pero en determinada izquierda, esa cultura de la ofensa ha prendido como una justificación suficiente, como una legitimación de la censura, del juicio moral, de la condena, del ostracismo, del sectarismo más abyecto. Una izquierda que afirma que cuando el pueblo brama tiene razón, una izquierda que adopta el multiculturalismo porque le conviene para minar las bases culturales y sociales de occidente.
Rushdie ha defendido siempre el mestizaje, la vida, la disidencia, el derecho a la individualidad. Y eso es lo que está en juego. Quizá, cuando pasen los ecos del crimen con el que han querido eliminarle, volvamos a percibir con nitidez, que hoy Rushdie está, entre nosotros, más solo en la defensa de sus valores, de los nuestros, que cuando Jomeini pronunció, con su lengua criminal, pronunció la fetua de los ofendidos.