‘El colgajo’, una herida colectiva. La gran obra de un superviviente de Charlie Hebdo

El colgajo. Philippe Lançon. Anagrama

Philippe Lançon, superviviente del atentado contra Charlie Hebdo, el 7 de enero de 2015 en Paris, narra en El Colgajo su infierno hospitalario, sus 282 días de ingreso y las casi treinta operaciones por las que tuvo que pasar para que le reconstruyeran la cara, destrozada por los disparos de los terroristas que asaltaron la redacción.

el colgajo
El colgajo

Es probable que algún lector se pregunte por qué leer la crónica quirúrgica de una reconstrucción. Es muy probable que algunos lectores rechacen de entrada someterse al no muy agradable relato de las costuras, las cicatrices, las pieles estiradas, los dientes rotos, los trasplantes de huesos, las cánulas, las heridas, los goteros, la alimentación por una sonda estomacal, las infecciones, los fracasos de la cirugía, y vuelta a empezar. Si vence su aprensión se van a perder uno de los grandes libros de este 2019, un relato que tiene una dimensión literaria que va más allá de todos esos detalles, una gran obra que trasciende los acontecimientos, trágicos, que están en el origen de este texto.

El prestigio social de la sátira

El relato se abre con esta frase. «La víspera del atentado fui al teatro con Nina». Vieron Noche de Reyes de Shakespeare. Lançon piensa en escribir algo para Charlie Hebdo, uno de los dos periódicos en los que escribe. El otro es Libération. Esa noche y las primeras horas del día siguiente todo gira en torno a la novela Sumisión de Houellebecq, ese relato en el que los islamistas ganan las elecciones y llegan a la presidencia de la república francesa. El 7 de enero Lançon se presenta en la reunión semanal de la redacción de Charlie, un semanario en decadencia, un periódico satírico que el propio Lançon reconoce, leía con vergüenza en el metro de París. La sátira había perdido prestigio social.

El relato del atentado es un hecho conocido. Pero nunca habíamos leído el relato en primera persona. Ocupa el capítulo cuatro. Lançon ralentiza los detalles y recompone sus impresiones: las piernas negras que ve bajo la mesa, los disparos alternados con gritos de Allahu akbar, la visión de la cabeza abierta de uno de los dibujantes, sangre, masa encefálica, y luego su propia sangre, y los dientes que se mueven en su boca, como si fueran grava. El autor comienza a utilizar en este capítulo un recurso de desdoblamiento que aparecerá en otros pasajes del libro, una quiebra cerebral para soportar la realidad: son cosas que le pasan a otro. Hasta que no recupere su rostro esos dos Lançon tendrán vidas paralelas.

Un relato sin odio

El atentado apenas vuelve a aparecer. Tan solo son imágenes del ataque. Apenas se cita a los hermanos que lo cometieron, tan solo para anotar la noticia de que han sido localizados. Lançon escribe sobre la onda expansiva que sus heridas provocan en su entorno, sobre la vida que ha perdido: «el atentado se infiltra en los corazones que ha mordido pero no los amansa. Irradia alrededor de las víctimas una serie de círculos concéntricos y los va multiplicando en atmósferas muchas veces patéticas. Contamina lo que no ha destruido a fuerza de subrayar con un bolígrafo de trazo nítido y sangriento las flaquezas secretas que nos unen y no veíamos«

No hay odio. No hay una línea dedicada a la especulación sobre las razones de quienes cometieron el atentado. A la víctima le molesta el ruido mediático en el que todos y cada uno de los actores quieren exponer su razonamiento sobre un hecho irracional. A pesar de que reconoce que el atentado equivale a una «violación colectiva». «A partir del 7 de enero , mi vida dejó de ser mía. Me convertí en responsable de aquellos que, de un modo u otro, me querían. Mis heridas eran también las suyas. Mi prueba de adversidad, era cosa de todos».

La vida en la mesa de operaciones

No hay épica, no hay héroes. La vida de Lançon se expone en el relato como abierta en canal en una mesa de operaciones: la historia familiar, los lazos afectivos que se rompen, los reproches, la relación con los médicos, la dependencia de los cirujanos: «el nervio que me unía al facultad de juzgar parecía cortado, como el que me unía a la memoria: veía cómo hubiera podido juzgar y según qué criterios, pero las ganas de hacerlo habían desaparecido. Ya solo existía como un cuerpo que no era del todo el mío, en una vida que ya no era del todo la mía y cuya conciencia acogía sin reparos morales, sin oponer resistencia, todo cuanto se presentaba». El autor reconoce que se ha convertido en un libro abierto: no tiene nada que negar ni nada que esconder.

A Lançon le acompañan los libros, pocos libros, que lee de forma obsesiva: La Montaña mágica de Mann, Las cartas a Milena, de Kafka, el pasaje de la muerte de la abuela del Tiempo perdido de Proust. Algunas de las páginas de Lançon están a la altura de esas obras.

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