Si la vida es tan bonita, ¿por qué hay tantos suicidios?

Algo falla en nuestra sociedad. Unos dicen que habitamos el mejor de los mundos posibles, porque no han debido asomarse por alguno de los infiernos bélicos que trufan esta tierra prometida y dejan bajo la tierra quemada, generaciones de odio y sufrimientos inolvidables. Quien a hierro mata, deja en herencia las consecuencias a sus nietos.

Otros aplauden esos conflictos, siempre y cuando no sean llamados a filas y puedan seguir teorizando sobre la conveniencia de arrimarse a la sombra del árbol del bien y del mal, ya podrido, sin posibilidad de rebrote por el evidente cambio del clima y por desviar aguas de Doñanapara regar los páramos de las casas ducales en el paraíso andaluz.

Otros, cándidos e inocentes, creen que en sus urbanizaciones rectilíneas, infinitas de aburrimientos adosados, no va a suceder nunca nada grave, salvo que algún crío caiga del columpio o que la criada se resfríe.

Otros corren adormilados para no perder el primer tren de las seis porque viven en la frontera entre el foro y Francia, aunque lo sigan llamando extrarradio de Madrid, y luego vuelven agotados para preparar la comida del día siguiente porque en sus trabajos, los directivos no se preocupan de la alimentación de sus trabajadores; bastante tienen con malgastar la tarjeta de empresa en comilonas y que sus empleados produzcan sin descanso.

Entre tanta idílica narración de infiernos aparentemente lejanos, rectitud de espacios y fachadas de moralidad. Entre tanta fatiga que, a largo plazo, vendrá a cobrarfacturas que no pagará el terrateniente de las tierras yermas, crecen profesionales de la abstracción que disertan sobre problemas irresolubles para sacar tajada de la inherente maldad humana.

Una de las consecuencias de todas estas causas, es el suicidio: gran tabú en las conferencias, en los campus, en los cursillos de las universidades proclives al elitismo, en las familias que lo sufren y en el secreto que llevan a cuestas las propias víctimas de esa lacra en este idílico jardín del Edén, donde todo parece ir como la seda. Si tienen agallas, conozcan a algún niño soldado, acogido en nuestro país y pregúntenle qué fue de su vida, de su niñez en países donde queman nuestra ropa usada. O pregunten aquí, que también hay, desgraciadamente, niños que luchan contra sí mismos, abandonados entre dos frentes.Ya me entienden…

Si hablamos de suicidio, hay que hablar de pabellones hospitalarios donde dejan fumar, donde las ventanas no se abren y, además, tienen barrotes. Pabellones llenos de gente sedada, dormida, apoyada en los cristales, ida de sí misma, con pijamas descoloridos por los miles de lavados y tragedias de otros ingresados. Pabellones psiquiátricos donde hay adolescentes que pesan menos que un suspiro, mujeres entregadas al alcohol, hombres y ancianos que descansan de la pesadilla de un mal vuelo, o de un exceso de sedantes para atravesar la soledad.

Ahí, en esos pabellones, se libra una guerra distinta a las interesadamente televisadas para los cinco continentes, ya que no hay nada como un petardazo cerca para ir a la armería más cercana a aprovisionarse, porque lo manda Trump y su comparsa. En esos pabellones se libra unaguerra distinta a la de los silencios incómodos entre empleados, entre albañiles de obras en las aceras, entre los egos enfrentados por la satánica competitividad o entre embrutecidos guardianes de lindes. 

Pocos informan de esta guerra y de sus estragos porque pasa desapercibida entre los enfrentamientos futbolísticos y entre las refriegas diarias de candidatos al parlamento y comerciales del congreso, a falta de aquellos combates pugilísticos en el viejo Campo del Gas o las carreras de galgos que yo llegué, bien pequeño.

Apenas se habla de esta contienda porque es un tipo de horror que no puede venderse como casquería y, sobre todo, porque es una guerra interior, invisible, que acontece en unas tierras que no interesan a nadie.

Mientras el mundo gira, el infierno acontece dentro de corazones desgarrados, dentro de ojos insomnes, dentro de almas rotas, frágiles como figurillas de alabastro, creadas por las manos exquisitas del Gran Orfebre. Por eso hay que insistir y dar luz al problema: porque son personas que luchan contra sí mismas, contra palabras que taladran su cabeza causándolas un dolor insoportable.

Nadie se suicida por gusto esteticista o por una decepción amorosa. En todo caso, estas serían las gotas que colman el vaso de la pena, ya que la muerte no es concebible por el pensamiento de una criatura hecha para vivir. Nadie viene para matarse. Y nadie lo hace pensando, conscientemente, en morir. Es, más bien, una acumulación excesiva de circunstancias, dolores inhumanos, pensamientos heredados, secretos familiares, desdén educativo y biologías carentes de algún fluido necesario.El cóctel, bien agitado, es explosivo.

La palabra ’suicidio’ no se pronuncia, pero ronda muy temprano en la cabeza con otras palabras como ‘descanso’, ‘cansancio’, deseo de ‘dormir’, ‘agotamiento’extremo, ‘aburrimiento’, ‘desgana’…

El suicida no se concibe como tal. Pero aguanta durante años con el peso en la espalda, con el desgarro para el que no encuentra otra cura que el exceso de analgésico, sedantes, drogas mezcladas con lo que sea para dejar de sufrir un minuto, una hora, un día. Para dormir una noche o para no despertar al mismo horror cada mañana.

El suicida no se mata. Se abandona al descanso de sí mismo. Corta la hemorragia de su corazón herido entre personas aparentemente sanas, despreocupadas, sin atención, sin ternura, sin interés por aquellos que un día desaparecen y no vuelve a saberse de ellos.

Un día no aguantan más y parten, caen, se hunden en el gran sedante de la bendita muerte. Lo que no saben es que, por muy bajo que desciendan, su Orfebre exquisito recogerá sus trozos, los abrazará, los reparará con sus lágrimas milagrosas y los devolverá a otra vida más bella que esta, tan carente de amor y de compañía real a quienesmás lo necesitan. “Porque estos últimos, serán los primeros”. Y la misericordia es la gran justicia que desconocen los hombres.

Estén atentos. Mi insistencia en la lectura, en la atención a los signos, en el gusto por lo bello no es sólo por su bien, ya que su atención puede salvarle a usted y a otras vidas. Sean tiernos, hagan más sencilla la vida a los demás; nunca se sabe; créanme. Se lo dice uno a quien resucitaroncinco veces en Urgencias unas amables enfermeras, y sólo tuvo a su madre y a Dios para sobrevivir, porque como dice Manuel Ríos Ruíz, otro gran olvidado de nuestra literatura:

“Nadie se despide de Dios, aunque lo quiera y lo haga, lo ejecute; es imposible salir de su recuerdo y de su costumbre, de su laudo, sin entrar de nuevo en su crianza cual polen esparcido…”

Créanme, por favor. Estén atentos. Todos los amigos, los cercanos, los conocidos fueron desapareciendo ante miincómoda presencia y, silbando silbando, hicieron mutis por el foro –nunca mejor dicho- por las frías calles de sus urbanizaciones y por las obligaciones contraídas con su afán de hacer dinero y olvido. Sólo quedó mi madre, la pasión por las artes y Dios, mi exquisito y tierno orfebre.

Por eso; de ahí, de aquellos años en pijama azul casi blanco, renació un hombre libre que se ríe, ahora, a mandíbula batiente de las dramatizaciones apocalípticas e impostadas de ciertos cortesanos.

Sean atentos, tiernos, buenos, amables, generosos. Echen una mano. Muchos se lo agradecerán y ustedes se harán, por fin, hombres libres de su superficial visión de la vida.Y vayan al gran Museo-Templo del Prado. Yo no sé cuántas veces me habrán salvado de mí mismo las pinceladas de Velázquez, Goya o Zurbarán

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