La mujer tiene que cobrar el doble

La mujer tendría que cobrar el doble y no, no me ha dado un ramalazo de feminismo exacerbado, sino de pura razonabilidad. Hasta bien entrado el siglo XX de guerras, preguerras y postguerras, tan racional y cabal como se creía, las mujeres seguían postergadas a lo de siempre, y siempre -por supuesto- sin querer generalizar ni tirar al bulto, porque siempre hay excepciones que confirman la regla. Pero, por desgracia, no todas fueron las ‘sin sombrero’ sino, más bien, ‘las encadenadas’ a la violencia de su hombre.

No todas fueron adineradas a lo Zenobia Camprubí que, además de culta y libre, tiró toda la vida de un Nobel como Juan Ramón Jiménez que, al levantarse del escritorio, era un inútil para la vida corriente. De hecho, es seguro que Zenobia fue la principal responsable de que el poeta trascendiera de Moguer a Puerto Rico para convertirse en el andaluz universal que debe leerse todos los días. Y a ella también para comprender que la mujer recrea al hombre, sin quitarla costillas ni nada.

Y, por desgracia, no todas fueron libres de convenciones sociales, culturales y raciales como Pastora Pavón, ‘Niña de los Peines’ que se pasó la moral de la época, como muchas otras flamencas, por el mismo arco de la peineta y elevó el Flamenco a arte venerado en cualquier país, menos en el nuestro por herencias intelectualistas decimonónicas que arrastramos hasta ahora. Gitana y culta, Pastora era, además, ciegamente amada por Pepe Pinto, su Pepe, su marido; que jamás se opuso a la grandeza de su Pastora. Y esto, en una España como aquella, sí que era una excepción. Porque cuántas grandes se quedaron tarareando seguiriyas de fatiga en la cocina por decreto familiar, prejuicios raciales y malas lenguas que condenaron el gitanismo y el Flamenco a perversión musical, como la mayoría de machos intelectos de la generación noventayochista, dolorida con España salvo -de nuevo- brillantes excepciones.

La tónica general en la casa del pobre ha sido bien distinta. No todas las mujeres pudieron permitirse ser artistas o escritoras, tenistas, aviadoras, reinas, científicas, empresarias o universitarias de relumbrón que estudiaran con Husserl, filosofaran como Edith Stein y luego se metieran a carmelitas para alcanzar la santidad mediante martirio nazi, ¡y todo eso en una sola vida!

Las mujeres del pueblo no solían acceder, ni por ensoñación, a según qué puestos por imposición paterna, por negación del hermano mayor y por capricho del marido; todos contra una por el peso social, por la horma invisible del proceder “como Dios manda” y por el freno hipócrita del “qué dirán…”. Y si no, escuchen a las abuelas más ancianas, que alguna empezó a vivir con la ansiada viudedad; o escuchen el mismísimo rugido hambriento de libertad de la excelente Juana de Ibarboruou:

“Si yo fuera hombre, ¡qué hartazgo de luna,

de sombra y silencio me había de dar!

Si yo fuera hombre, ¡qué extraño, qué loco,

tenaz vagabundo que había de ser!

¡Amigo de todos los largos caminos

que invitan a ir lejos para no volver!

Cuando así me acosan ansias andariegas,

¡qué pena tan honda me da ser mujer!”

Y si no les basta, otra gran leona como Gabriela Mistral soltó un rugido que retumba todavía en las letras hispanoamericanas y que apunta al dolor de un ser abandonado:

“Soy cual surtidor abandonado

que muerto sigue oyendo su rumor.

En sus labios de piedra se ha guardado

tal como en mis entrañas el fulgor (…)

Soy como el surtidor vacío enmudecido,

ya otro en el parque erige su canción,

pero como de sed ha enloquecido,

¡Sueña que el canto está en su corazón!”

Muchas mujeres siguen muriendo abandonadas a la suerte de” sus labores”, al trabajo, al cuidado de los hijos, a sobrellevar el yugo de la pasión asesina de energúmenos acomplejados, bien macerados en machismo, alcohol y cocaína que los ciega para admirar la belleza infinita de la mujer.

Decir esto, a estas alturas, ya no es una cuestión moral -que también-, sino de razonabilidad, de conocimiento y de reconocimiento, no sólo para los que hemos tenido la gracia de ser padres de hijas y no queremos que vivan subyugadas al capricho de malos hombres y, luego, tengan que tragar como puedan lo servido. En mi caso, sé perfectamente qué hacer si dan con algún monstruo. Pero muchos otros no, porque sus hijas lo callan, o lo disculpan hasta que es demasiado tarde…

Créanme. Y no es populismo. Muchas desgracias se solucionarían dando la paga real que hiciera a las mujeres realmente libres de machos que se gastan en sí mismos el dinero. Muchas se salvarían pagándoles el doble que a los hombres; porque ellas, la población popular que no ha podido ver otro paraje que el de la sumisión, que no ha podido estudiar, que nada sabe del mundo que no sea extrarradio, trenes de cercanías y fregar suelos, suelen cargar más que nosotros, más pacientemente que nosotros, con más ternura que nosotros; y porque muchas veces, de madrugada, después de todo el día trabajando, deben salir corriendo con lo puesto, sin nada más que pobreza e hijos para huir de la afilada maldad de algunos hombres, que vuelven con copas de más y ganas de jarana. Pregunten en las comisarias. O fíjense en los rostros de esas mujeres que se sientan a su lado en el vagón, con la misma ropa, con la misma mirada perdida.

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