Si podemos afirmar alguna certeza a poco que pensemos, ésta tendrá los nombres y los rostros de aquellos que nos han querido. Por eso sabemos, tomamos conciencia, se nos hace conscientes de qué es el amor y, de paso, su verdad. Si podemos asegurar estas realidades, matando dos pájaros de un tiro es que no somos tan simples como el asa de un cubo -en este caso, yo- como para no saber interpretar ciertos signos que vemos asombrados, que tocamos y amamos desde la más tierna infancia hasta que algún ídolo vago nos pega su pereza.
Si hace falta, me remito y me remonto tanto a los hechos como ese cielo que, en su azul intocable, existe para que los ojos tiren de todo un mamífero anhelante de tener alas para poseerlo o para deshacerse en él; o de que alguien con una gran catapulta o un arco entre dos rascacielos, lance al infinito un hombre-flecha que busca dar con una diana atravesando nubes, chubascos y tempestades para, luego, volver como un Ícaro con algo más de suerte, o como nuestro Federico…:
“Yo vuelvo por mis alas,
¡dejadme volver!
Quiero morirme siendo amanecer,
quiero morirme siendo
ayer.
Yo vuelvo por mis alas,
¡dejadme tornar!
Quiero morirme siendo manantial,
quiero morirme fuera de la mar…”
Pero, ay, ay, ay…cuántas veces nos hacemos los distraídos para afirmar, sin rubor, que no existe el color que no puede tocarse; o que el azul no es tan azul, sino un ensalmo lumínico producto de unos rayos solares y una atmósfera que habría que negar porque también es inasible, o porque en realidad es negra como nuestra percepción engañosa de algunos hechos. Y la naturaleza -por no llamarla creación- tiene estos trucos fenomenológicos y fenomenales, que engañan a los desdichados sentidos que se permiten desconfiar de todo…
En este caso, la subjetividad me parecería razonable, necesaria e incluso fundamental, para darle variedad y creatividad a las distintas y originales formas de ver el mundo. En cambio, el subjetivismo, entendido éste como extrapolación ególatra de una premisa, me parece –con todos los respetos- una tomadura de pelo y, además, una excusa para no reconocer lo evidente, o para no dar nuestro brazo a torcer, como buenos hijos de este tiempo raro en el que conviven nihilismo, existencialismo, vitalismo suicida y narcisismo galopante en placentera conyunda, dentro de una cabeza que tiene más fe en la Lotería que en un Misterio creador.
Al lector debería parecerle evidente lo que digo y que, efectivamente, soy más simple que el asa de un cubo. Pero para eso estamos, para volver a descubrir como zahoríes, el punto exacto de agua en medio de la aridez de un mundo lleno de opiniones elevadas a dogmas, con tal de no doblar el espinazo ante la imponencia de un signo como el de la infinitud de los espacios que, por cierto, no deja de expandirse, o de ser expandido por algo que tira de él.
Como aquí, aunque simples, tratamos de invitar al lector a que engrase su máquina de hacer interrogantes redonditos con su punto a modo de corona, podríamos comenzar con una pregunta tonta; tan tonta como quien les escribe. Por ejemplo, ¿para qué querría tener un ser una capacidad sin objeto? ¿Para qué querría volar un ser que carece de alas? ¿Para qué sentiría hambre y sed si no existe alimento y agua, como afirmaría categóricamente un nihilista con galones o un agnóstico acomodado en su indecisión?
¿Duda de lo que digo? Por supuesto. De hecho, no tendría que haberme dado tanto crédito desde el principio. La duda, además, es sanísima siempre y cuando ésta se refiera a su propia manera de acercarse a las cosas contantes y sonantes como sonajeros; siempre que se refiera a su método de conocimiento, que puede estar equivocado desde el primer vistazo a la realidad, a no ser que usted ya lo sepa todo y no tenga que perder el tiempo con simples como yo. Pero, al menos, como seres limitados que somos, deberíamos reconocer que, a la hora de tender como una saeta hacia la verdad, podemos cometer errores porque, ¿quién no tiene algo de orgullo para negar las evidencias con una tozudez propia de un toro cuando encuentra sangre con un pitón? Así que dude, pero dude con dignidad, como los sabios que se plantean y replantean sus afirmaciones para alcanzar, honradamente, alguna certeza científica, física o metafísica. Porque aquello que no se ve es más fascinante que las señales y signos que lanza lo Invisible a los verdaderos amantes de la verdad, como afirma el vecino galo, Víctor Hugo, en sus Contemplaciones:
“Si contienen los ojos de algún hombre más luz, más aurora, ¿por qué hay que hacerle reproches? hay que hacerlos al alba que se muestra solemne. El sol tiene la culpa, pero no la pupila. Vos decís: ¿Dónde vas? No lo sé, pero voy. Si es derecha la senda nunca puede ser mala. Ante mí tengo el día, y la noche detrás; y con eso me basta; me abro paso y prosigo; veo, nada más…”
Dude, dude todo lo que quiera, dude a granel si así lo desea; siempre y cuando no haga trampas, no obvie los datos, no esconda cartas y dé crédito a las obras del cielo por las que se sabe cuándo lloverá, cuándo el trueno advierte de la lejana o de la inminente tormenta…; y vuelva de nuevo a preguntarse el porqué; vuelva a preguntárselo a otros que quizá sean más sencillos, más intuitivos, más perspicaces, más observadores…; otros que han descubierto con menos oposición el por qué no conseguimos llenar del todo un corazón que tiene la misma profundidad del ocaso, cuando el sol, al recostarse sobre el giro mundano, ilumina con su último arrebol nuestros ojos ebrios de melancolía por esa hipnótica lontananza.