
Una crisis reputacional solo existe si hay algo que perder. Cuando una institución, una empresa o un Gobierno ha construido una imagen sólida basada en valores, coherencia y responsabilidad, cualquier señal de fallo se percibe como una amenaza a ese capital intangible que es la reputación. Pero ¿qué ocurre cuando esa reputación simplemente no existe? Pues que no hay crisis.
Esto es exactamente lo que está ocurriendo con las instituciones del Estado y, en especial, con el Gobierno de España. Lejos de ser episodios aislados, los casos de corrupción, la opacidad en la gestión, las filtraciones de mensajes privados o los pactos políticos marcadamente contradictorios con el discurso ideológico del propio partido en el poder, son ya parte del paisaje cotidiano. Nada de esto genera una verdadera conmoción pública, no porque no sea grave, sino porque ya no esperamos otra cosa.
La reputación se construye con hechos, pero también con principios y coherencia. El Gobierno ha preferido tomar el camino del medio: mantenerse en el poder a cualquier precio. Pactar con quien sea, aunque se haya denostado públicamente a esos mismos actores apenas unos meses antes. Prometer una cosa y hacer la contraria. Priorizar la supervivencia política antes que la estabilidad institucional. Esta podría ser una estrategia válida desde el punto de vista de la aritmética parlamentaria, pero resulta devastadora para la credibilidad de las instituciones: no hay reputación que defender.
Esta pérdida de reputación no afecta solo a los partidos políticos. Arrastra consigo la imagen del conjunto del sistema democrático, dentro y fuera de España. Cuando los ciudadanos percibimos que no hay reglas compartidas, que el relato cambia según la necesidad de cada día, que las decisiones se toman sin comunicar o que la información nos llega manipulada o filtrada; se rompe el vínculo de confianza que sostiene la democracia.
La transparencia no es un eslogan, es un deber. La responsabilidad política no es una opción, es una exigencia democrática. Y la rendición de cuentas no puede depender del oportunismo electoral. Sin estas bases, cualquier gobierno se convierte en una estructura alejada del interés general.
Y aquí está el verdadero problema: cuando ya no hay reputación que preservar, todo vale. Porque ya no se juega a defender una legitimidad moral o institucional, sino simplemente a aguantar. A resistir. A estirar la legislatura todo lo posible. ¿Que aparecen conversaciones privadas en las que se evidencia una preocupante falta de ética? Se desvía la atención. ¿Que se incumplen compromisos energéticos o se improvisan políticas sin previsión de impacto? Se culpa a empresas privadas y a Europa. ¿Que se evidencian relaciones de interés con entornos judiciales o empresariales? Se desacredita a quien denuncia. Y a quien juzga.
Es un círculo vicioso. Sin reputación, no hay coste reputacional. Pero tampoco hay liderazgo, ni proyecto de país, ni respeto institucional. Solo el poder por el poder. Y esto, a largo plazo, es el mayor de los fracasos no solo para el Gobierno de turno, sino también para la sociedad que soporta todo este tinglado.
Una democracia sana necesita gobiernos fuertes, honestos, previsibles, transparentes y con principios. No basta con ocupar el poder: hay que merecerlo. Y cuando el ejercicio del poder se desconecta de la ejemplaridad, de la coherencia y de la vocación de servicio, el precio lo paga todo el sistema: nosotros.
Porque cuando ya no hay reputación, no hay crisis reputacional. Pero tampoco hay futuro.