Con Los ilusionistas (Editorial Anagrama, 2024), Marcos Giralt Torrente ha escrito una de las novelas más personales, complejas y melancólicas de la literatura española reciente. Bajo el pretexto de una narración de infancia y vínculos familiares, el autor construye una meditación sobre la identidad, la memoria heredada y el papel ambiguo que juegan los relatos familiares en la configuración del yo. Lo hace con la precisión estilística que le caracteriza y con una contenida carga emocional que, lejos de buscar la conmoción sentimental, apela a la inteligencia del lector.
La historia se articula a través del recuerdo de la madre del narrador, fallecida en circunstancias opacas, y del ecosistema afectivo y narrativo que la rodeaba. En ese entorno aparecen figuras como la abuela, el abuelo —trasunto de Gonzalo Torrente Ballester, aunque nunca se lo nombra como tal—, y sobre todo los hermanos de la madre, entre los que destaca la figura de Gonzalo Torrente Malvido, el «tío G.», personaje excéntrico, querido y temido, magnético y tóxico, frágil y mitómano.
Giralt Torrente no se limita a contar una infancia con tensiones familiares: realiza un trabajo de reconstrucción delicadísimo, en el que se entrelazan recuerdos propios, testimonios de otros, documentos y el ineludible vacío que deja lo que no se puede saber. La novela es, en muchos sentidos, una arqueología emocional y un examen sobre cómo se hereda la ficción de la vida familiar. Hay algo de Proust, pero también de Natalia Ginzburg o de Patrick Modiano, en esta búsqueda del tiempo emocional perdido.
La crítica ha acogido la obra con entusiasmo unánime. Anna Caballé ha subrayado en El País la madurez narrativa con la que Giralt Torrente aborda “la historia de una madre que se escapa de la vida y de unos tíos que escapan de todo, también de sí mismos”. Ovidio Parades ha elogiado en El Cuaderno su habilidad para “evocar sin juzgar, iluminar sin exhibir, narrar sin dramatizar”.
Pero lo más sobresaliente es la forma en que el autor recupera, desde la ficción, la figura del «tío G.», ese Gonzalo Torrente Malvido cuya biografía real se convierte en el reverso escénico de la novela. El Malvido de carne y hueso fue una de las figuras más inclasificables de la vida literaria española del siglo XX. Hijo del gigante Gonzalo Torrente Ballester, Malvido nació en Ferrol en 1935 y murió en Madrid en 2011, dejando tras de sí una vida agitada, un puñado de novelas y cuentos notables, múltiples traducciones y una leyenda que lo sitúa a medio camino entre el genio maldito y el pícaro terminal.
Creció a la sombra del autor de Los gozos y las sombras, pero eligió otro camino: el de la nocturnidad, la marginalidad, los bajos fondos y las altas pasiones. Vivió en Roma, París, Lisboa, Madrid y Málaga; frecuentó el lumpen, los cafés literarios y los hoteles de paso. Fue guionista, periodista, editor de revistas pornográficas, camarero, contrabandista, falsificador de cheques. Se casó cinco veces, tuvo seis hijos y una decena de alias. Lo detuvieron por suplantación de identidad, pasó temporadas en la cárcel, fue finalista del Nadal en 1960 con Hombre varado, ganó el Café Gijón en 1963 con La raya y el Sésamo en 1968 con Tiempo provisional, mientras cumplía condena.
A pesar de su vida errática, fue un narrador estimable. Cultivó la novela negra, el cuento de desarraigo, el diario camuflado. Su estilo seco, eficaz, con diálogos incisivos y narradores desencantados, lo emparenta con Jean Genet, David Goodis o Simenon, a quien tradujo con acierto. Malvido era un observador agudo de la marginalidad y un retratista ácido de la miseria sentimental de los burgueses.
Fue también, y sobre todo, una leyenda urbana. En los años 70, era habitual encontrarlo de madrugada en el Rastro madrileño, en el Café Comercial o en tugurios del Barrio Chino, rodeado de discípulos, travestis, mendigos y poetas. Según la crónica oral, fue amigo de Paco Umbral, Carmen Martín Gaite, Camarón de la Isla y José Hierro. Le atribuían milagros, timos, deserciones, epifanías. Una vez dijo que el único Dios verdadero era la improvisación.
Su figura ha sido recuperada ocasionalmente en entrevistas, antologías, documentales y homenajes dispersos. Pero con Los ilusionistas, Marcos Giralt Torrente le otorga un lugar decisivo en el imaginario literario familiar, al tiempo que insinúa una reflexión sobre lo que significa pertenecer a una dinastía de escritores. El autor no lo juzga, no lo ensalza ni lo redime, pero lo reconstruye con una ternura crítica que lo hace inolvidable.
Los ilusionistas es, por tanto, algo más que una novela de familia. Es un acto de duelo, una toma de conciencia, una investigación íntima y un ajuste de cuentas con los fantasmas de la sangre. Es también una novela sobre el relato: sobre cómo las historias que nos contaron y las que nos contamos moldean lo que somos, lo que evitamos ser, lo que creemos haber sido.
En esa tensión entre lo vivido y lo inventado, entre el recuerdo y la sospecha, entre la literatura y la vida, Giralt Torrente ha escrito una de sus mejores novelas. Y ha resucitado, sin pretenderlo del todo, a una figura que no merecía ser olvidada: Gonzalo Torrente Malvido, el ilusionista mayor de todos.
