“…Individualismo y rabia que por su pretenciosidad siempre es tan moralista, y no menos, que aquella pretensión sobre mi vida derivada de mi ambiente familiar.(…) La rabia tenía que convertirse en amor, que es siempre el fondo de toda verdad y, por tanto, de toda belleza” –William Congdong–
En el imperio del bien, los súbditos se escandalizan al compás que marca el poderoso con su línea editorial. Y según el interés o la preocupación, crece el escándalo que solapa a otro cada día en una interminable cadena de hechos delictivos, cuyos eslabones se ven, o no, a conveniencia de unos y de otros para cebar a sus devotos fieles.
En el imperio del bien reina la desmemoria selectiva entre los funcionarios de alto rango; desempolvan expedientes pasados, pruebas, testimonios que inculpen al nuevo ladrón para que la mecánica del escándalo sigua su curso, tapando otros quizá más graves, pero que no es necesario airear en el momento, o que ni tan siquiera hará falta que salgan a la luz y al grito del aireado pueblo.
Pero la verdad es que nunca hemos dejado de ser así: corruptos. Desde abajo a arriba; desde las élites al lumpen de arrabal; desde los despachos en los que deciden qué delito será noticia, hasta los mercados, plazas y calles por las que el vecindario se sobresalta al mínimo acto de latrocinio.
Sí; es cierto que no es lo mismo robar una manzana y correr hasta perder de vista al frutero, que gastarse el dinero de los parados, de los oficios, de las ayudas a desfavorecidos hasta que no queda dinero para folios en algún ayuntamiento. También es cierto que el delito es un mal que sufre inmediatamente quien más necesita de esos fondos y que, a la larga, quien tiene cierto nivel adquisitivo, sale adelante como venimos viendo desde tiempo inmemorial y otros se quedan para hacer cola en Cáritas. Porque si nos diera por hacer un acto justo de memoria, habría que ir afilando la guillotina a granel, si no fuera porque nosotros también nos hemos corrompido entregando el corazón a quien no merece ni un saludo y ahora callamos el mal propio para salvar a quien nos procura cobijo dentro del sistema.
Y al sistema, que sería una abstracción sin las personas que lo gobiernan, también cae bajo la suciedad de la duda para populistas y tergiversadores del presente que quieren volver al pasado y traer a un nuevo e inmaculado salvador que ponga orden en las bancadas de enfrente. Sólo en las de enfrente…; y eso es, precisamente, lo que a mí me escandaliza: el uso de la condición humana para enredar en una convivencia que, más o menos, sería llevadera si en vez de perder el tiempo en insultos y en conspiraciones contra el sistema, nos prestáramos de vez en cuando el pan, los huevos y la sal.
Siento mucho decir esto pero nadie lo dice, o yo no lo he leído desde que la corrupción se ha apropiado nuevamente de las portadas y de la opinión pública: el mal comienza en nosotros, los que callamos, los que apenas miramos a los ojos a quienes trabajan a nuestro lado, los que nunca nos comprometemos con nadie, excepto con la ráfaga triunfalista de los nuestros, los medios de los nuestros y la disculpa comprometedora de los nuestros. El bien o el mal que hagamos nosotros: los del vecindario, los de la calle, los de la vida arrabalera no es mejor o peor que el de altas estancias del Estado, al que no le hacemos ningún bien mientras nos distraemos con las vergüenzas ajenas.
Si hay algo que paraliza a un país y que lo empobrece, no es el mal; que siempre ha estado y no se quita con una vacuna eugenésica o con una revolución proletaria, sino la hipocresía, el moralismo, la tentación de pureza en unos políticos que son exactamente igual que nosotros. Por el contrario, si hay algo que eleva a un país empecatado –iluso de mí– es el amor con el que hemos sido sostenidos: el amor de las madres, de los abuelos, de los amigos, de aquellos que echan una mano desinteresadamente, de aquellos que nos dan de comer, de aquellos que nos han limpiado los mocos en el colegio, de aquellos que nos han educado, que nos han curado las heridas, que nos han hecho crecer y madurar sin un ápice de escepticismo. Porque, créanme cuando les digo esto: la peor corrupción es la de quien nos quiere escépticos y encandilados con la migaja de una exclusiva, de una filtración o de una red de blanqueo de euros en polvos de diversa naturaleza.
Y, como la mayoría de los acontecimientos se nos escapan de jurisdicción, no hay peor mal que saltarse el orden de solución a los problemas, porque mientras elevamos voces de escándalo al cielo y nos despeinamos cual plañidera teatral, quizá se nos escapen las necesidades reales de aquellos que nos necesitan y a los que no prestamos la suficiente atención. Cada uno decide sus guerras. Yo, en mi monarquía republicano–parlamentaria, he descubierto que la queja moralista y el enfrentamiento entre las clases bajas son el verdadero mal que paraliza a un país. Así que ahí y, además, lo saben, no me encontrarán.