España, la pícara madre del preso

“Los ciervos con bastón por la montaña. cual profesor que está de vacaciones, lactan el manual con tibia saña pernoctando en un nido de opiniones. Vocifera también la madre España llamando a Somatén sus ecuaciones y en el Palace Hotel de la marmota se zurce con almíbar la derrota”Fernando Villalón-

La pobre madre España vocifera en los versos del conde garrochista y vivales ganadero Villalón, cuyo sueño de engarzar bravura y ojos verdes en sus toros, lo llevó a la ruina de su quimérica reproducción del alma tauromáquica del Mediterráneo. De él apenas queda el recuerdo de algún biógrafo y de una Gades mítica, donde mil culturas abrevaron del Guadalquivir y fueron conquistados por nosotros;  allá abajo, en la angostura del Estrecho, mientras los comerciantes de otro tiempo creían ser ellos los conquistadores…pero, ay, qué pobres ilusos. Si quien viene aquí, ya no quiere ir a otro sitio sin el pensamiento de volver…

Nuestra tierra tiene estas cosas que asombraron al foráneo, al cronista romántico, al turista que vino a descubrir la chispa humana del finisterrae sureño, al arquetipo gitano, al apasionado español que nuestra tierra matriarcal engendra como hombres toro, centauros con lanza, gracia y ángel como sólo existen aquí, al menos desde mucho antes del siglo XII, según la primera crónica de dos hispanos que cobraron por enfrentarse con un par al temido minotauro. Y además de agallas, entrañas y redaños para encastar a un animal que se crece en el castigo, también tenemos la sempiterna picaresca, el tocomocho vital, el arte de vivir del cuento, tratando que otros se partan el lomo en las viñas, en los olivos, en las cárceles de plástico o en las minas de un Riotinto ahora cerrado, fantasmagórico como el campo de Gibraltar, como Algeciras o la Línea de la Concepción que, como dice el fandango:

“…el otro día fui a La Línea
y me dio gana de llorar;
los bares estaban vacíos
y a La Línea yo no voy más,
con lo que La Línea ha sido…”

Y con lo ha sido nuestra España de hidalgos que escondían el hambre con vino y señores que dejaban todo por un pingüe beneficio arañado a la beneficencia destinada a los vencidos, a los parias, a los pobres, a los tullidos, a los huérfanos y a las viudas que temían dar con su carne trémula en el burdel, allende las murallas para no escandalizar a los hipócritas. De hecho, ahí quedan las obras de caridad de nuestros santos, que alimentaban a escondidas a las mujeres de bien y de mal, como revés histórico de la trama de corrupción que campó a sus anchas por las dehesas, y que seguirá campando y retozando mientras creamos que el sol del universo es nuestro y solamente nuestro, y que a Dios se le puede amaestrar con bulas y cruzadas.

Pero tras este españoleo un tanto desaforado, elegíaco y realista con el que me he arrancado, hay que recordar al respetable que confundir la felicidad con la posesión posesiva tiene sus consecuencias, o debería tenerlas, cuando no se concibe la existencia como un gran pan recién hecho que caliente las manos ajadas del hermano, sino como una impersonal estadía de temor a la pobreza, o como un cortijo en el que hay contrabando de personas, cargos, títulos y apellidos áureos, grabados en medallones de rancio abolengo.

Mientras unos medran a la sombra del poder, otros creen vivir como señores ofreciendo fruslerías, caprichos y malas hierbas de arrabal donde la Guardia, misteriosamente, hace la vista gorda a los conseguidores de fiesta hasta que un día, alguien, se cansa de las formas abruptas y de la mala educación de los contrabandistas que han alcanzado su mismo estatus y manda terminar con la juerga y el trasiego de doncellas.

Después, se decide quién pagará por todos la avaricia como un ladrón crucificado, un cordero surrealista, mórbido, abotargado de excesos; que será abofeteado, vituperado, escupido y ajusticiado en un nuevo auto de fe para la tranquilidad del pueblo, aficionado al ruido y a la cólera que enciende la envidia de quien ha vivido por encima de sus posibilidades y se ha codeado con el lumpen educado y señorial. Porque a clasistas, españoles, no hay quien nos gane…

Entonces, y sólo entonces, cuando la justicia humana dicte el veredicto y los viejos aliados desaparezcan de la escena pública para buscar a otro golfo que los divierta, un Dios encarnado en mujer correrá en dirección contraria al tumulto de una vieja estación de autobuses, se saltará la cola, implorará piedad con vergüenza y comprará un billete barato para ir a ver a su hijo, que ya no es el triunfador de antaño ni porta el aderezo del oro y el carruaje, sino que es ya un demacrado preso que arrastra su pena entre las sombras verticales de la prisión Provincial.

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