Jean Genet frente al espejo negro de Rembrandt

Rembrandt. Jean Genet. Traducción de Ernesto Hernández Busto. Elba Editorial. Colección Minor.

Hay libros que no son libros en el sentido convencional. Son más bien fragmentos de un proyecto abortado, el eco de una obsesión que nunca llegó a cuajar del todo en un discurso ordenado. Rembrandt, el texto que Jean Genet comenzó a escribir en 1958 y del que apenas publicó algunos extractos en L’Express, pertenece precisamente a esa estirpe de obras inconclusas que, sin embargo, contienen en su brevedad toda la potencia del autor. La editorial Elba recupera ahora esta pieza en español, acompañada de «Lo que quedó de un Rembrandt cortado en cuadraditos iguales y tirado por el retrete», texto que alude a la destrucción de los manuscritos de Genet, en abril de 1964, después de la muerte de su amigo Abdallah Bentaga.

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Este Rembrandt no es, pues, un estudio académico ni una biografía convencional del pintor holandés. Genet no tenía ninguna intención de sumarse al coro de los historiadores del arte. Su texto es, ante todo, un ensayo lírico y feroz sobre la naturaleza de la representación, la materia de la pintura y la obscenidad del realismo cuando se lleva hasta las últimas consecuencias. Es un libro que parece escrito contra la pintura de salón, contra las clasificaciones fáciles, y contra el deseo burgués de domesticar el arte bajo el paraguas de lo edificante. En su visión, Rembrandt es un monstruo que se atrevió a mostrar la carne sin velos, que no rehuyó la decrepitud ni la miseria, y que hizo de su pincel un instrumento de revelación brutal. Rembrandt, es, según Genet, «un hombre inquieto en pos de una verdad que se le escapa».

La fascinación de Genet por Rembrandt tiene raíces profundas. En varias entrevistas de los años 60, cuando se le preguntaba por qué un proscrito como él —un delincuente, un paria que había hecho de la cárcel su casa— sentía una conexión tan íntima con un pintor canónico, contestaba con ironía: «Rembrandt fue el único que supo pintar la ignominia con dignidad». Ese cruce entre lo abyecto y lo sagrado, entre la compasión y la impudicia, define la mirada de Genet. Para él, un retrato de mendigos de Rembrandt no era una denuncia social ni un documento etnográfico, sino un ritual de transfiguración: convertir la basura en oro, la suciedad en misterio.

El libro —o, más bien, el borrador que nos ha llegado— contiene algunas de las páginas más lúcidas que se han escrito sobre el claroscuro. Genet observa que la luz en Rembrandt no es un simple recurso pictórico, sino un lenguaje teológico. «Es una luz que no ilumina», dice, «sino que humilla y revela la ruina de los cuerpos». En esos lienzos, la carne se pudre ante nuestros ojos y, sin embargo, su degradación resulta más fascinante que cualquier ideal de belleza. La belleza, para Genet, no es nunca un orden apolíneo sino un desorden, una grieta por donde se cuela la verdad. Así, cuando describe los autorretratos tardíos del pintor, subraya que se parecen más a un cadáver que a un hombre. «Son el testimonio de un pintor que quiso morirse en cada pincelada», escribe con ese tono de sentencia que atraviesa todo el texto.

Un punto clave del ensayo es la relación entre lo pictórico y lo obsceno. En la mirada de Genet, todo realismo extremo es obsceno porque expone lo que querríamos ignorar: la carne caída, la fealdad, la inminencia de la muerte. En este sentido, Rembrandt es un pornógrafo del sufrimiento humano. Pero aquí conviene matizar: Genet no usa el término «pornógrafo» como insulto sino como elogio. La pornografía, en su concepción, no es más que la voluntad de mostrarlo todo, incluso lo que hiere al espectador. Hay algo en este planteamiento que recuerda a Nuestra Señora de las Flores, donde el autor describía la violencia y la traición con idéntica minuciosidad. Para Genet, el arte y el crimen son ramas del mismo árbol: una exploración del límite, una voluntad de desvelar.

El libro contiene también reflexiones sobre la condición material de la pintura. Genet insiste una y otra vez en que los cuadros de Rembrandt deben contemplarse como objetos, no como imágenes. Advierte contra la tentación de “mirar” sin “ver”, de proyectar sobre ellos ideas preconcebidas que los desactivan. «Se necesita valor para aceptar que la materia es más fuerte que el espíritu», anota en uno de los pasajes más memorables. Y añade: «Rembrandt supo que la pintura es carne que respira. Quien no puede soportar ese aliento debe cerrar los ojos».

En su brevedad —apenas cincuenta páginas de prosa densa, casi alucinada— este ensayo logra algo prodigioso: recordarnos que un cuadro no es una superficie muda, sino un campo de batalla entre el deseo y la muerte. El propio Genet se reconoce en esa tensión. Como Rembrandt, también él eligió siempre la marginalidad, el estigma y la contemplación de lo abyecto como forma de conocimiento. No sorprende que en varios momentos se confiese incapaz de separar su destino del del pintor: «Si la pintura de Rembrandt me conmueve —dice— es porque en ella reconozco mi propia ruina».

Elba editorial ha hecho un trabajo impecable recuperando este texto. La edición, cuidada con mimo, incluye notas que aclaran referencias y un breve pero iluminador epílogo que recuerda la azarosa historia editorial del manuscrito. Desde su publicación parcial en L’Express hasta su redescubrimiento décadas después, Rembrandt ha sido un texto casi secreto, una rareza bibliográfica que circulaba más por la leyenda que por la lectura. Esta publicación permitirá que el lector en español acceda por fin a uno de los ensayos más personales de Genet, que no es sólo un homenaje al pintor sino, sobre todo, una confesión velada.

¿Es este libro recomendable a quien busque un estudio riguroso de la técnica de Rembrandt o un análisis detallado de su evolución estilística? Probablemente no. Quien acuda a sus páginas esperando erudición positivista saldrá frustrado. Pero quien desee asomarse a la literatura de un Genet que piensa con imágenes, que escribe con furia y que convierte la contemplación estética en un gesto de rebeldía, encontrará en estas páginas un tesoro. No hay otro texto que muestre con tanta nitidez la continuidad secreta entre el arte y la criminalidad, entre la belleza y la corrupción.

En definitiva, Rembrandt es un libro inacabado, sí. Pero también es una de las piezas más intensas y libres de su autor. Un canto oscuro a la dignidad de la carne y a la mirada implacable de un pintor que, como Genet, entendió que no hay belleza sin herida.

Marcelo Brito
Marcelo Brito
Nací en 1960 en Matanzas, Cuba. Hijo de gallegos. Crecí entre pocos libros, pero con una curiosidad insaciable. Estudié cine en La Habana y salí de Cuba en cuanto pude porque el mundo era limitado, estrecho, pobre, áspero y poco higiénico, para el cuerpo y para la mente. He colaborado en múltiples publicaciones. Primero en Miami Herald, luego en Caretas de Perú, y ahora en FANFAN.

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