Tsai Ming-liang: el maestro de la lentitud que transformó el cine contemporáneo

Si existe un director que ha elevado la lentitud al rango de virtud estética, ese es Tsai Ming-liang. Desde su debut en la gran pantalla en los años noventa, este cineasta malasio-taiwanés ha desafiado las convenciones narrativas con películas donde el tiempo se expande hasta volverse materia tangible. Para algunos, su obra es una prueba de paciencia; para otros, un refugio íntimo contra el vértigo de la vida moderna. Lo cierto es que Tsai ha marcado un antes y un después en la historia del cine asiático y mundial. Este artículo explora su trayectoria, su singular estilo, su repercusión cultural y ofrece una guía de iniciación para espectadores curiosos que nunca se hayan acercado a su universo.

Una biografía marcada por la migración y el desarraigo

Tsai Ming-liang nació en 1957 en Kuching, una ciudad de Malasia con una fuerte presencia de población china. En su infancia, el cine no era solo un entretenimiento, sino una ventana a otros mundos. Como muchos directores de su generación, Tsai creció viendo melodramas de Hong Kong y películas de kung-fu que su abuelo proyectaba en casa. Aquellas imágenes encendieron la fascinación que más tarde impregnaría su filmografía.

A los 20 años se trasladó a Taiwán para estudiar teatro y comunicación. Allí encontró una sociedad en plena transformación: el auge económico coexistía con profundas desigualdades sociales y un proceso de occidentalización que dejaba a muchas personas en los márgenes. Este contexto de cambio y alienación se convertiría en uno de los temas centrales de su obra. Antes de debutar en cine, Tsai dirigió varios telefilmes y se curtió en la televisión pública. Cuando en 1992 estrenó Rebels of the Neon God, su primer largometraje, ya tenía un dominio absoluto del lenguaje visual y un instinto singular para retratar la soledad.

El surgimiento de un cine contemplativo

En la década de los noventa, el cine de autor asiático vivía un momento de ebullición. El japonés Takeshi Kitano, el iraní Abbas Kiarostami o el tailandés Apichatpong Weerasethakul estaban reinventando la mirada con propuestas radicalmente diferentes. Tsai Ming-liang se unió a esa vanguardia con una decisión consciente: rechazar la urgencia narrativa y apostar por una puesta en escena que obligara al espectador a habitar el tiempo.

Su estilo es fácilmente reconocible. Los planos secuencia se prolongan durante varios minutos. La cámara apenas se mueve. Los diálogos son escasos, cuando no inexistentes. La música, salvo contadas excepciones, brilla por su ausencia. En su lugar, se escuchan los sonidos ambientales: una gotera, el tráfico lejano, una respiración contenida. Cada encuadre es una coreografía estática donde la acción se reduce a gestos mínimos.

Frente a la cultura de la inmediatez, Tsai reivindica la lentitud como una forma de resistencia y un acto de honestidad: la vida, sugiere, no tiene un montaje que la acelere. La vida transcurre. La cámara debe aprender a esperar con humildad.

Temas recurrentes: soledad, deseo y ruina

Toda la filmografía de Tsai puede leerse como una variación sobre la soledad. Sus personajes suelen ser figuras aisladas que vagan por apartamentos medio vacíos o por ciudades que se desmoronan. El Taipei que retrata no es la metrópolis bulliciosa del crecimiento económico, sino un paisaje de pasillos húmedos, hoteles ruinosos y cines condenados al abandono.

En Vive L’Amour (1994), tres desconocidos comparten un piso sin apenas cruzar palabras. La película, que ganó el León de Oro en Venecia, se convirtió en un manifiesto involuntario de su estilo. En The River (1997), un joven contrae un misterioso dolor de cuello que simboliza el peso de una familia incapaz de comunicarse. En What Time Is It There? (2001), un relojero obsesionado con el tiempo altera todos los relojes de Taipei mientras la mujer que ama se marcha a París.

El deseo aparece siempre atravesado por la tristeza. Las escenas de intimidad, cuando existen, están cargadas de incomodidad y ternura al mismo tiempo. El sexo no es celebración ni condena: es un gesto desesperado por conectar.

La poética de la espera

En un mundo que mide el éxito en cifras de audiencia y velocidad de consumo, Tsai Ming-liang representa la resistencia más radical. Su película Stray Dogs (2013) es casi una declaración de principios: dos horas y media de planos sostenidos donde un padre y sus hijos sobreviven en las ruinas de Taipei. El clímax es un plano de más de diez minutos en el que los personajes se quedan inmóviles frente a un mural mientras llueve sobre ellos.

Para muchos espectadores, esa experiencia es desconcertante. Sin embargo, quien se deja atrapar por su ritmo descubre que la lentitud tiene un poder hipnótico. En esa duración extrema, los detalles emergen con claridad: el temblor de una mano, una lágrima que tarda en caer, la textura de una pared húmeda.

Goodbye, Dragon Inn: un epitafio al cine

Entre todas sus películas, Goodbye, Dragon Inn (2003) ocupa un lugar especial. Ambientada en un cine que proyecta su última función antes de cerrar, la película es al mismo tiempo un homenaje y un epitafio al acto colectivo de mirar. Los pocos espectadores que asisten parecen fantasmas, y la proyección de un clásico de artes marciales contrasta con la indiferencia de un mundo que ha dejado de interesarse por la sala oscura.

La crítica saludó este filme como una de las grandes reflexiones sobre el final de una era. Hoy, en tiempos de plataformas y streaming, su melancolía resulta aún más profética.

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La repercusión y la influencia

El impacto de Tsai Ming-liang sobre el cine contemporáneo es enorme. Directores como Apichatpong Weerasethakul, Pedro Costa o Albert Serra reconocen su influencia. Su manera de filmar espacios vacíos y tiempos muertos ha generado imitadores y detractores a partes iguales.

En festivales de clase A (Venecia, Berlín, Cannes) su obra ha sido premiada y debatida con entusiasmo. Aunque nunca ha alcanzado el éxito comercial masivo, Tsai se ha consolidado como una figura central del slow cinema, una etiqueta que él acepta con cierta ironía.

En entrevistas, ha insistido en que su objetivo no es provocar aburrimiento, sino crear un espacio donde la mirada pueda descansar y prestar atención a lo que normalmente pasa desapercibido.

¿Por qué fascina tanto a algunos y desconcierta a otros?

La respuesta está en nuestra relación con el tiempo. El espectador que se aproxima a Tsai con la expectativa de una narrativa convencional puede sentir rechazo. Sus historias no se desarrollan, se despliegan. Los conflictos no se resuelven, se insinúan. La emoción no se busca, se deja aparecer.

Su cine es una invitación a suspender el juicio y la prisa. Es una experiencia casi meditativa, donde la lentitud deja de ser carencia para convertirse en riqueza. Quien se atreve a permanecer en su tempo descubre que hay algo profundamente humano en la espera compartida.

Guía para iniciarse: por dónde empezar

Para quien nunca haya visto una película suya, aquí tienes una hoja de ruta progresiva:

  1. Vive L’Amour (1994)
    • Ganadora del León de Oro en Venecia.
    • Una historia de soledad urbana con una belleza austera.
    • Ver en MUBI
  2. What Time Is It There? (2001)
    • Más narrativa que otras de su filmografía.
    • Una exploración poética del tiempo y el duelo.
    • Ver en Filmin
  3. Goodbye, Dragon Inn (2003)
    • Su película más célebre.
    • Una experiencia contemplativa que funciona como homenaje al cine.
    • Ver en MUBI
  4. Stray Dogs (2013)
    • Para quienes ya estén familiarizados con su lenguaje.
    • Un filme radical que roza la instalación artística.
    • Ver en Filmin
  5. Days (2020)

Conclusión: por qué seguir viendo a Tsai Ming-liang

En un tiempo de consumo frenético y microcontenidos, Tsai Ming-liang nos recuerda que la lentitud es un acto de resistencia y un gesto de hospitalidad. Sus películas no se pueden ver de reojo ni mientras revisamos el móvil: reclaman atención plena.

Frente a la ansiedad de la multitarea, su cine es un lugar donde podemos sentarnos a contemplar la fragilidad de lo humano. Un espacio donde el silencio no es vacío, sino un lenguaje compartido. Quizá por eso, aunque su obra no sea masiva, quienes la descubren sienten que han encontrado un refugio.

Ver a Tsai es aprender a mirar de nuevo. Y en esa mirada prolongada, uno comprende que la belleza no siempre necesita velocidad.

Marianne Échiré
Marianne Échiré
'Gourmet' y 'gourmande', adoro cocinar y disfrutar de la buena mesa, sobre todo en compañía. Soy exigente y quiero pensar que también justa en mis críticas. Y sé que hasta del más humilde tengo algo que aprender.

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