El deseo indomable: cuando el corazón no se resigna a la rutina

Qué paradójica obsesión la de tener cosas, como quien alcanza un sueño material. Todo el pensamiento inconsciente es esta continua tensión por alcanzar algo que falta. Los objetos toman formas de objetivos, de planes veraniegos, de fugas vacacionales, de escapadas al lugar donde se realice la imagen vívida de un paraíso, de una vida más alta, de una vida que no esté determinada por el anodino pasar de las horas. La razón baraja hipótesis relacionadas con la consecución de ciertos deseos encarnados, con el cumplimiento de lo que debe suceder según las instrucciones. Y en alguna ocasión sucede: la imagen se encarna y concede el fruto. Pero, observando –contemplando, porque no hay vida humana sin contemplación–, el fruto no da el néctar prometido, que deja un regusto de carencia, de vacío, de experiencia insuficiente.

Y de carencia en carencia, la imaginación, la razón, de mil y una maneras, trata de solventar ese espacio indeterminado que denominamos anhelo, deseo que posee al ser vivo y lo levanta cada mañana esperando que el día sea provechoso, que merezca la pena salir de casa, que merezca la pena la vida, que merezca la pena el esfuerzo diario de ascender hasta metas imaginadas como fines, como cimas que, una vez conquistadas, muestran un horizonte infinito de posibilidades imposibles de alcanzar para un ser que tiene las manos ocupadas sujetando a un corazón hambriento: este pobre corazón que ha sido despreciado a lo largo de los siglos por la mayoría de filosofías y religiones, como si éste estuviera mal hecho, mal conformado; como si fuera una tara o un defecto a corregir. Las viejas y las nuevas Eras también desdeñan el deseo, tratan de amaestrarlo y ahormarlo dentro de un orden, de unas prácticas, de unos rigores y de una censura, como si tuviera que someterse a una terapia, o a un reordenamiento que lo serene y lo acostumbre al bocado de lo correcto.

Incluso el Cristianismo que, en su origen, fue la liberación absoluta de la esclavitud del miedo; el cristianismo que atravesó el Mediterráneo contra vientos y mareas de un imperio que ya tenía sus propios dioses; el cristianismo de la liberación de la muerte, parece haber decaído en muchas ocasiones hasta el discurso del buen proceder, reduciendo su original revolución a meros ejercicios y reglas espirituales, a normas obligatorias, a automatismos familiares y sociales,  que terminan por ahogar y enfermar al corazón y extirpan de la fe su excepcional origen carnal. Pues no hay nada más carnal, más imbricado con lo humano que el cristianismo, cuando éste se manifiesta como carne; es decir, cuando es fiel a la humanidad de su fundador. De lo contrario, el cristianismo pierde fuste porque, si algo desea el corazón, no son estoicas prácticas educativas, regímenes, ayunos y prescripciones, sino la presencia real de un amor que lo hable, que haya atravesado el tiempo y el espacio para encarnarse y ser amado con holganza, hasta la embriaguez, hasta el éxtasis indeclinable.

Actualmente, esto parece olvidado; y el cristianismo ha sido absorbido por las nuevas olas de ideas, opiniones pseudocientíficas, distracciones de gente rara, formalismos impuestos entre clases sociales y victimistas reivindicaciones de lo que debería ser el mundo y el universo todo. Los cristianos ya no tienen en Jesús a un salvador ni creen que Jesús sea quien dijo ser, ni creen a diario que haya resucitado.

De ser así, la noticia correría como lo hizo al principio, como una noticia imposible de callar, como un acontecimiento que se vería en los ojos de aquellos que tocaron las heridas de aquel hombre que había vencido a la muerte. En cambio, en la mayoría de los casos, sólo hay quejas y parece que los cristianos, en vez de anhelar al Cristo, anhelan un Estado que los encadene, los esclavice y tergiverse la Palabra con promesas electorales. No hay mayor ejemplo de esto que el cortocircuito que supone votar y vivir bajo el yugo de una política elevada a religión, o la contradicción del Evangelio con los bolsillos de los devotos del dinero, como si éste pudiera salvarnos del hastío cotidiano, o Cristo no dejara claro que no se puede servir a dos señores.

Pero hablábamos del corazón…y los más longevos saben que a éste no le bastan las sumisiones, las edulcoraciones, las reducciones a proceder tradicional o a imposición social de unos valores. Y los más longevos saben, por cansancio, como los indómitos y los rebeldes, que el corazón es indomable por muchos esfuerzos que se hagan por negar su deseo insatisfecho.

¿Qué desea, entonces? ¿Se lo han preguntado alguna vez? ¿Alguien les dijo qué desea? ¿Alguien sabe cuál es su objeto? ¿Y por qué desea? ¿Por qué no deja de bombear anhelos de nuevas vidas, de vidas distintas, de felicidad inmortal?

A mi juicio, en estas preguntas se haya todo el fundamento de la vida. Porque no hay vida que no esté traspasada –ahora, no hace dos mil años– por la dinámica sedienta del corazón. El Cantar de los Cantares, una de las cimas poéticas de la Escritura, y exento de todo moralismo, expresa carnalmente esta tensión cordial, esta inevitable tendencia a satisfacer la carne del alma cuando afirma:

En mi lecho, por la noche,

busqué al amor de mi alma,

lo busqué y no lo encontré.

Me levanté y recorrí

la ciudad, calles y plazas;

busqué al amor de mi alma,

lo busqué y no lo encontré…”

Y porque el corazón en su deseo busca, también nuestro Federico García Lorca reconoce esa traslación:

“…se ha llenado de luces

mi corazón de seda,

de campanas perdidas,

de lirios y abejas,

y yo me iré muy lejos,

más allá de esas sierras,

más allá de los mares,

cerca de las estrellas,

para pedirle a Cristo

Señor que me devuelva

mi alma antigua de niño,

madura de leyendas,

con el gorro de plumas

y el sable de madera.”

Y, por terminar, un viejo san Agustín a lo Bukowsky, de vuelta ya de todo, vividor, maniqueo, gnóstico, permanente sufrimiento de su madre y amante del buen yantar, reconoce  en el capítulo X de sus Confesiones que no hay nada ni nadie más cercano que su Cristo:

“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, más yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían…”

Les invito a que no cierren el corazón a las preguntas que brotan en el dolor más insufrible y en la más fugaz de las alegrías. Pues sólo de este modo, la religiosidad puede ser razonable, pacífica, serena y no una pirotecnia de emociones, un ancestral modo de aburrir a las ovejas o una manipulación opiácea de las masas para que no denuncien las injusticias que claman al cielo. Nunca mejor dicho.

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