Un viaje al centro del silencio, la lluvia y la desesperanza en la obra del último gran místico del cine europeo
I. El hechicero del plano secuencia: Tarr contra la velocidad
En una era cinematográfica donde todo tiende a comprimirse, acelerarse y diluirse, Béla Tarr representa una anomalía radical. Su cine se detiene, respira y, a menudo, se niega a avanzar. Para Tarr, filmar no es contar una historia, sino suspender el tiempo. Su estilo se construye sobre el plano secuencia prolongado, ese movimiento hipnótico de cámara que convierte cada escena en un microcosmos autosuficiente.
Pero no hay exhibicionismo técnico. No es Children of Men, ni Birdman, ni los malabares de la steadycam en festivales. Los planos secuencia de Tarr son litúrgicos. Son actos de fe en la observación. En una entrevista con Sight & Sound, declaró: “No busco espectáculo. Busco que el espectador se reencuentre con la experiencia pura de mirar. El cine no debe entretener. Debe confrontar”.
A diferencia de los grandes montadores del siglo XX, Tarr aborrece el corte. Su cine está hecho de lentitud, repeticiones y coreografías sombrías. En sus películas, las acciones más banales —caminar, mirar por una ventana, dar vueltas en una habitación— adquieren un peso metafísico. El mundo parece suspendido en una larga tarde de invierno, donde no ocurre casi nada, pero se siente todo. Sus imágenes no tienen prisa. Y, sin embargo, son devastadoras.
II. Biografía de un pesimista comprometido: del realismo obrero a la danza apocalíptica
Béla Tarr nació el 21 de julio de 1955 en Pécs, al sur de Hungría, en un contexto marcado por la represión política y el desencanto social. Hijo de artistas (su madre era actriz), se inició en el cine desde joven. A los 16 años filmaba documentales obreros en formato 8 mm para una organización sindical. Pronto fue admitido en la Academia de Cine de Budapest, donde se formó en la tradición del realismo socialista.
Su primera etapa como cineasta —lo que podríamos llamar su “fase documental”— incluye títulos como Családi tűzfészek (El nido familiar, 1979) y Szabadgyalog (El paseante independiente, 1981), que retratan con crudeza la vida cotidiana bajo el comunismo tardío. Influido por John Cassavetes, Tarr se interesaba por los conflictos familiares, la vivienda, el alcoholismo, el tedio proletario.
Sin embargo, a mediados de los años 80, se produjo un giro radical. Tarr empezó a sentirse limitado por el realismo y buscó una dimensión más filosófica, existencial. “La política ya no me interesaba. Empecé a ver que la verdadera tragedia estaba en el alma humana, no en los sistemas”, diría.
Fue entonces cuando inició su colaboración con el novelista László Krasznahorkai, con quien construyó una visión compartida del mundo: oscura, cíclica, devastada. De esa alianza surgirían las obras que lo consagraron internacionalmente, y que lo convirtieron en uno de los autores más reverenciados (y temidos) del cine de autor europeo.
III. Las obras maestras: la trilogía del hundimiento
1. Satantango (1994)
Adaptación de la novela homónima de Krasznahorkai, Satantango (Tango satánico, editada en España por Acantilado) es un monumento cinematográfico de más de siete horas. La historia gira en torno a una comunidad rural descompuesta, devastada por el abandono económico, moral y espiritual. Pero más allá del argumento, Satantango es una coreografía espectral: planos de más de diez minutos, personajes que vagan entre el barro y la lluvia, y una música repetitiva que suena como un lamento cósmico. Uno de los planos más célebres muestra a una niña torturando a un gato durante varios minutos. No es sadismo: es desesperación sin límites. Tarr nos obliga a mirar lo insoportable. Nos niega el consuelo del corte.
2. Werckmeister Harmóniák (2000)
Ambientada en un pueblo fantasmagórico, la llegada de una carpa de circo con una ballena embalsamada desata el colapso del orden. La historia es alegórica, pero las imágenes son concretas, obsesivas, hipnóticas. El plano secuencia inicial —una coreografía de borrachos imitando el movimiento de los astros en una taberna— es considerado uno de los momentos más sublimes del cine contemporáneo. Aquí Tarr se muestra más abstracto, casi metafísico. No hay esperanza, solo preguntas sin respuesta.
3. A torinói ló (El caballo de Turín, 2011)
Su último largometraje. Una despedida cinematográfica que parece arrastrarse al fin de los tiempos. Inspirado por el colapso mental de Nietzsche tras ver cómo maltrataban a un caballo en Turín, Tarr filma seis días de invierno en la vida de un campesino, su hija y su caballo moribundo.
Cada día se parece al anterior: cocinar patatas, intentar salir al exterior, fracasar. La repetición es el mensaje. No hay redención. Solo persistencia. Tarr dijo que filmó esta película “porque ya no tenía más que decir. El mundo está condenado”. Así se despidió del cine.
IV. Ecos del set: rodajes en el barro, silencios rituales y cámaras que no se apagan
Rodar con Béla Tarr no era una experiencia fácil. Era, según sus actores, algo “casi monástico”. Las exigencias técnicas eran extremas: planos de quince minutos, coreografías milimétricas, iluminación natural, ausencia total de artificio.
Durante Satantango, el equipo esperaba días enteros a que el cielo tuviera “la densidad adecuada”. Tarr rechazaba cualquier forma de iluminación artificial. “Si el cielo no pesa, la escena no funciona”.
En Werckmeister Harmóniák, se cuenta que repitieron el plano inicial más de 30 veces, porque la sincronización entre los actores y la cámara no era perfecta. “No me importa el tiempo que lleve. La verdad no puede apresurarse”, decía el director.
En El caballo de Turín, Tarr impuso el silencio absoluto en el set. No solo durante las tomas: durante horas enteras. Quería que el equipo viviera la asfixia del mundo que estaban filmando. El rodaje fue tan intenso que tras finalizar, algunos miembros del equipo no volvieron a trabajar en cine. Pero el resultado, innegable, es que cada película suya parece no haber sido rodada, sino descubierta bajo la nieve, la ceniza y la niebla.
V. El juicio de los sabios
- Susan Sontag: “Satantango es una de las pocas películas que justifican por sí solas la existencia del cine”.
- Gus Van Sant: “Ver a Tarr es como entrar en trance. Me enseñó a escuchar lo que hay entre las palabras”.
- Pedro Costa: “Después de Béla Tarr, filmar el silencio ya no es lo mismo”.
- Jonathan Rosenbaum: “Tarr no hace películas. Crea cataclismos espirituales que se despliegan ante nuestros ojos”.
VI. Epílogo: mirar como Béla Tarr
Ver una película de Tarr no es consumir contenido. Es atravesar un rito. Es entrar en un espacio fílmico donde la historia es mínima, pero el peso existencial es máximo. Sus personajes no evolucionan: se erosionan. Su mundo no cambia: se agota. Tarr nos habla desde el fin de los tiempos, con la voz rota de quien ha mirado demasiado.
En un mundo que nos quiere distraídos, Béla Tarr nos obliga a mirar. Y a no mirar otra cosa.
VII. Dónde ver a Béla Tarr en España: una guía para iniciarse en el abismo
Si tras leer estas líneas sientes la necesidad —o el desafío— de sumergirte en el universo hipnótico de Béla Tarr, hay buenas noticias: algunas de sus películas están disponibles en plataformas especializadas y catálogos de cine de autor. Satantango y Werckmeister Harmóniák pueden encontrarse en Filmin, que incluye en su oferta una valiosa selección de cine húngaro y experimental. El caballo de Turín suele reaparecer periódicamente en ciclos de autor o retrospectivas programadas por la Filmoteca Española (Madrid) o el CCCB (Barcelona). Para los más entregados, los DVD y ediciones restauradas en Blu-ray —con subtítulos en castellano— están disponibles a través del sello británico Second Run o el catálogo de Criterion (con importación). Tarr no es fácil, pero quien cruza su umbral raramente regresa siendo el mismo.