¿Cómo sabe usted que no le miento?

Desde que el maestro Bruce Lee invitara amigablemente a “be water, my friend” y Zygmunt Bauman colara en el canon de opinadores dicharacheros la expresión “relaciones líquidas” que vale para un roto y un descosido, parece que todo se hunde en las aguas de la incertidumbre.

Agua, lo somos en un 70% y las relaciones, lejos de ser líquidas, -que pueden serlo en el sentido en que lo dijo el autor- son o deberían ser carnales, reales y cercanas, pues de carne somos y a la carne tendemos.

Ahora bien, esta hidráulica forma de ser y estar en el mundo, sin despreciar ni una gota de su verdad, no consume del todo el pozo de la sabiduría, porque al ser de carne ­–como digo-, tendemos a la misma: a lo tangible, a lo tocable, a lo escuchable, a la visible belleza sinpar.

El mundo, usted y yo, no hemos cambiado apenas, en cuanto a la búsqueda de la verdad se refiere. De hecho, nos incomoda –por no decir algo más desagradable- la mentira desvelada: De hecho, creo que es san Francisco de Sales quien recomienda el silencio ante ciertas personas por su propio bien. De este modo, ni se miente ni se daña.

Si todos queremos una verdad que sea comprobable, es decir, que podamos hacer la comprobación de su veracidad, por ejemplo  la de mis palabras, ¿cómo procedemos? ¿Cómo pueden saber que no les miento? ¿Cómo pueden reconocer la verdad y la mentira en mis palabras? Y ya, de paso, ¿qué articulista se arriesga a dejarse juzgar tanto como yo?

Pues bien; hace falta un criterio; un criterio que sirva para todos los ámbitos y accesible para todos los públicos, no sólo para las excelentísimas eminencias con su máster recién estrenado, que pontifican, sin dar razones, en la peligrosa red de pescar incautos en las aguas de Elon Musk.

Ese criterio lo lleva usted encima de nacimiento, lo lleva dentro entre su líquida y carnal corporeidad. Ahí está ese objeto inasible llamado razón y unos lo desarrollan más y otros, desgraciadamente, creen usarla cuando repiten las consignas editoriales de partido o de lobby de influencias. De ahí, mis insistentes recomendaciones literarias, ya que los poetas y escritores, por oficio de atención, son más ilustrativos que un frío tratado antropológico o un discurso del candidato de guardia, escrito por algún asesor. Procedamos con los ejemplos del criterio:

Si el pobre Vicente Aleixandre levantara la cabeza, antes de entristecerse por lo sucedido con su Velintonia, se preguntaría con la razón:

“¿De dónde vienes mortal, que del barro has llegado

para un momento brillar y regresar después a tu apagada patria?”

Si Antonio Colinas también afirma en la interrogación:

“…por eso la pregunta del hombre, ¿y yo quién soy?

con la noche profunda se funde, es palabra

arrojada y perdida en un pozo de música…”

O el malagueño Manuel Alcántara se encuentra del mismo modo:

“Bebiendo estoy mi vino y mi pregunta.

Penas y dudas: todo se me junta.

Y Dios da la callada por respuesta…”…,

¿qué respondería usted? –no yo- sino usted, que tiene la misma e incorpórea capacidad de interrogarse como todo mortal?

Yo daría una pista sin dar la solución, porque de hacerlo sin razonamientos previos, los tomaría por tontos y, además, los adoctrinaría como los burdos articulistas de hoy. Como diría Ricardo Molina, su “razón incorpórea” necesita el cuerpo de la verdad, y ésta es resbaladiza como una trucha; no se deja prender a la primera, pero sí deja rastros, huellas, signos para ser interpretada. Y, ¿cómo interpretarla? Con las preguntas que brotan de su curiosidad, con su atención llena de interrogantes para recoger un cubo entero de certezas encharcadas en agua.

Un ejemplo evangélico de este criterio, que sirve para ateos como para fervientes cristianos es el famoso relato del camino de Emaús en el que a dos caminantes se les une un misterioso tercer hombre, a lo Graham Green, pues el guión de la película de Welles es suyo. Comienzan su diálogo, cuentan los sucesos acontecidos en Jerusalén y, al llegar a una fonda, invitan a cenar a quien se ha unido a su camino para seguir con la conversación. Lo curioso del relato, -por eso hay que leer el evangelio de este modo y no a la beata manera de libro de instrucciones-, es que en un momento dado, reconocen al extraño, no porque se dé a conocer, sino por un gesto inconfundible para aquellos que habían convivido con él, de la misma manera que conocemos los gestos de las personas cercanas y qué significado tienen para cada uno de nosotros. Más que por sus “obras” le conoceréis, habría que decir, en este caso, por sus “gestos”, se alcanza una certeza.

Si la razón –la inteligencia que se nos presupone- ha prestado atención a una persona; si ha observado sus procedimientos y no ha vegetado ante sus signos; si no se ha dejado hacer trampas en el crucigrama, mirando antes la solución, tendrá ante usted una certeza. De hecho, los de Emaús también se preguntan “¿no ardía nuestro corazón mientras explicaba las Escrituras?” que es como reconocer por los gestos y las palabras a un amigo que debería estar muerto. Lean el relato y comprobarán, en vivo, un ejemplo de uso adecuado de la inteligencia; ese uso diario al que no damos importancia.

¿Adónde quiero llegar yo? Pues a que saquen a relucir su inteligencia del pozo ciego de su cuerpo; porque todos, absolutamente todos, tenemos ese criterio para discernir signos, verdades y silencios tan largos como mentiras. Si sacan su razón, su consciencia, de paseo comprobarán por sí mismos, y sin recibir la solución, que este criterio sirve para todos los ámbitos.

Miren su diario proceder. ¿A que no llevan consigo un esclavo para que pruebe antes la comida del restaurante por si está envenenada? ¿A que no mandan analizar el café que le han servido en casa o en el bar? Los signos reafirman su confianza. Y su confianza no es irracional; está fundamentada en signos que ha visto e interpretado y que le permiten tener la certeza de que puede fiarse del tabernero o del favor del café por la mañana.

Imagínese, en este otro improbable ejemplo que es llamado a pasar una temporada en la estación espacial. Se fiaría –se confiaría‑ a la labor de ingenieros, mecánicos, pruebas de que la nevera está llena, que el casco cierra y abre bien, y que todos los tornillos están bien apretados pero, si al sentarse orgulloso en su nuevo crossover espacial se queda con el volante en las manos, no hace falta rezarle a san Expedito para saber que hay que levantarse y salir pitando de esa chatarra, abortando completamente la misión.

En resumen. Si usan conscientemente la inteligencia, descubrirán cada vez más signos que antes pasaban desapercibidos ante su distracción. La solución, si no quieren ser manipulados, deben descubrirla ustedes personalmente, porque el culmen del respeto y del amor a la persona es dejarla descubrir, en libertad, el camino de sus certezas astronómicas, matemáticas, antropológicas, políticas o religiosas. Si se equivocan, recibirán mi abrazo, como mi viejo profesor hacía cuando yo me equivocaba, porque me quería. Y aquí, en el Sacromonte de Fanfan, se les quiere y se les quiere, sobre todo, libres; libres para sacar sus propias conclusiones y libres, incluso, para amar más la verdad que sus propias ideas o prejuicios sobre las personas, como en el poema de Agustín García Calvo:

“Libre te quiero,

como arroyo que brinca

de peña en peña,

pero no mía.

Grande te quiero,

como monte preñado

de primavera, pero no mía.

Alta te quiero,

como chopo que en el cielo

se despereza,

pero no mía.

Blanca te quiero,

como flor de azahares

sobre la tierra,

pero no mía.

Pero no mía,

ni de Dios, ni de nadie,

ni tuya siquiera.”

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