Si ya apuntamos que el corazón es indómito y no se conforma con las migajas que acostumbramos a echarle para malvivir, habría que desaprender todas las teorías, costumbres, tópicos y rigores con el que tratamos de enmudecerlo para no escuchar su hambrienta queja; pues en primer lugar y sobre todo, el corazón ha sufrido, por desgracia, el abandono de buena parte de la educación moderna, como si éste fuera un problema para conducirse por la vida y como si lo sentimientos fueran algo que hay que desconectar para ser objetivos y honorables ciudadanos de un mundo sin escrúpulos.
Si para los budistas, los sentimientos son un problema, el deseo hay que extirparlo como un cáncer de la conciencia porque el sufrimiento ensucia la visión y el justo proceder en el camino hacia una meditada realización en la nada, pensado de este modo y desde nuestra cultura, no parece un destino turístico agradable ni responde a la paradoja de un corazón que aspira a las más altas cimas, y sólo recoge lágrimas y polvo en el armario donde los sistemas de meditación tratan de encerrar las pasiones.
Si somos sinceros y si no también, casi toda la vivencia cristiana occidental, salvando excepcionales testimonios históricos, teológicos, místicos y educativos, se ha reducido al aburrido rigor, al deber, al autoflagelamiento de la culpa, a normas de tráfico espiritual y libros de instrucciones para una creencia intimista, desgarrada y separada del ámbito social, bien calentita en las sacristías; que se calla y se esconde para medrar o para no molestar que es, en realidad, una manera más de ser cobardes o barraganes del César de turno.
Pero si el cristianismo fue aquella llama de amor–de amor, insisto– que hizo arder el Mediterráneo, ¿cómo ha llegado a no dar para más que para humillo de incienso casero? ¿Qué ha sucedido por el camino de las cristiandades nostálgicas para que la fe en un resucitado pase ahora por su segundo enterramiento? ¿Creemos de verdad que la fe que abrazó un vivales como Agustín de Hipona, testigo de la caída de un imperio, que vivió todas las doctrinas de la época y a ninguna le hizo ascos, puede reducirse a un esquema de buenas maneras y de urbanidad? ¿Creemos que un san Francisco de Asís dejó su bienestar económico para saciar su alma con masoquistas prácticas inhumanas?
¿Creemos que nuestro asmático san Juan de Dios cargaba a sus espaldas a los enfermos hasta su propio hospital para darse un flagelo ascético, a modo de penitencia? ¿Y nuestro poeta insigne, Juan de la Cruz, por qué escribiría tal Cántico encerrado por sus propios hermanos cristianos en un retrete, a modo de celda? ¿Y su hermana de fundaciones, Teresa de Ávila, contra todo un epocal machismo para qué; para ser una buena ciudadana? ¿Para vivir como una señora de su casa, según las más conservadoras mentes? Además, y sólo por rabiar a los defensores de cristiandades, fueron, precisamente, los santos quienes más sufrieron el estigma de la fe sociológica…; no hay más que leer sus historias para ver que el enemigo suele estar en casa.
Para ser un buen ciudadano, no hace falta ser cristiano; de hecho, hay personas muchos más solidarias, más compasivas, más humanas, en definitiva, que muchos devotos de cruces y palios. Entonces, ¿qué le ha sucedido al Cristianismo para haberse convertido en una mera anécdota histórica o una ‘x’ impersonal en la declaración de la Renta? ¿Y qué le ha sucedido a los cristianos: desaparecidos del mapa o, en el peor de los casos, aparecidos fantasmagóricos y quejumbrosos, encadenados al mito de la salvación sociológica de la vieja Cristiandad y alelados –alienados, diría Marx, y con razón – por promesas celestiales de caraduras en busca del ‘voto por la familia y el bien común’?
Tengo para mí, y por tanto es una hipótesis que deberán cotejar o desechar ustedes, que el Cristianismo ha perdido su fuelle cuando se ha separado de las enseñanzas del Evangelio. Es el mismo Cristianismo el que ha olvidado al Cristo. Es el mismo Cristianismo el que ha robado al Cristo sus palabras y lo ha dejado tirado en un camino por el que no pasa ni un samaritano. Los hechos están ahí, a la vista, y lo explica certeramente otro de los poetas muertos en la conciencia cultural de nuestro país. En el ídolo lejano, Antolín Iglesias Páramo reconoce el drama religioso de occidente en su propia experiencia, al descubrir que a Dios no se le encuentra por el camino de la voluntad, ni por el de la victoria en las urnas:
“No nos sirve cuanto hacemos
para llegar a ti.
La afirmación es aún duda,
de cierto que tú eres
y nuestra sed es pequeña
para el agua de tu manantial.
Nuestras manos oscilan
como brújulas averiadas
señalando sucesivamente
cosas diferentes de ti…(…)
Damos vueltas, oh Dios,
creyéndote redondo.
Damos vueltas en torno a ti,
y eres mucho Dios.
Te asediamos mañana y tarde,
ladrando, deteniéndonos,
sin saber dónde empezar.
Y no nos sirve cuanto hacemos
para llegar a ti…”
Es de agradecer la sinceridad del poeta que, como siempre, reviste de carne las afirmaciones teológicas y filosóficas. Pues en este caso, y si nos ceñimos al Evangelio, no es Pedro, ni Juan, ni Andrés, ni la Magdalena, ni la sedienta samaritana quienes hacen un muy contemporáneo esfuerzo voluntarioso para encontrar al amor de su alma, pues el Evangelio, certero y sobrio como es, describe que Jesús fue a la orilla de un lago, a sentarse en el pozo, a salvar a una mujer de la lapidación, a pasear por las calles de Jerusalén y por las afueras cuando ya llegaba la hora de cumplir las palabras de los profetas Que fue Jesús quien hizo ese movimiento. Que fue Él y no nosotros, pobres seres carentes de alas, quien vino a salvar la distancia infinita que existe entre el deseo y la carne. Esa distancia que cada ser humano vive como carencia –dijimos– de algo que nunca nos satisface del todo. Esa distancia insalvable que cada ser humano sufre cada día cuando sus planes no consiguen responder a su deseo.
Sólo desde este movimiento misericordioso del Misterio, puede comprenderse la afirmación joánica:“..el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros…”, la afirmación de un pescador galileo que vuelve a casa y le dice a su mujer “…hemos encontrado al Mesías” o la inocente afirmación que nadie advierte de la realidad de los milagros, cuando los mismos fariseos se enfadaban con aquel joven carpintero por curar en sábado. Porque al moralista, como hemos dicho alguna vez, sólo le interesa el ordenamiento de las cosas y no el desbarajuste que puede montar un profeta curando a leprosos y ciegos conocidos por toda la ciudad. “Yo sólo sé que antes no veía y ahora veo…”, dirá el pobre agraciado frente a la monumental cólera de sacerdotes de la Ley, tan acostumbrados al pastueño devenir de conquistadores y al silencio de Dios para blanquear sus sepulcros con el sudor del pueblo.
Aunque seguiremos profundizando, porque las generalidades pueden ser injustas con hechos reales que siguen retando a la razón humana, el Cristianismo sólo puede ser una propuesta digna de ser tenida en cuenta, si es fiel a su método, que lo tiene; el método que reclama el Evangelio y el método que han olvidado los cristianos occidentales, al confundir acaparamiento de poder y espacios con evangelización que, por hoy y para su descanso, sólo puede ser exitosa cuando es fiel a su naturaleza: un encuentro con alguien en cuyos ojos asoma un amor indescriptible, inolvidable, desarmado ante el corazón de su criatura; sin excusas, sin poderes, sin nada de eso que creemos puede reproducir la experiencia de ser abrazado por un Dios humano, hoy; en este instante de dolor o de alegría.