El ineludible presente es nuestro hogar. No tenemos otra evidencia que la que nos sostiene y nos alberga hoy sobre ruinas, sobre polvo, sobre moquetas. Todos aquellos que tratan de dar un paso atrás terminan solos, de espaldas a sus camaradas del tiempo, mientras sienten el mismo escozor salino y la progresiva inmovilidad de la mujer de Lot para recordarnos, a modo de estatuario inmemorial, qué les sucede a aquellos que quieren quedarse fuera de compás o escondidos en su armario. Además, la pobre señora también nos recuerda que hay errores en la Historia a los que no se debería volver, aunque la tentación sea irresistible y nos la quieran ofrecer con otro nombre para no manchar los uniformes de la jura de bandera antes de tiempo.
Considerando que venimos de un enorgullecido siglo proclive a la contienda, en el que sólo se dejó de guerrear para el rearme, para dividir al mundo o para destruir lugares cuyo metro cuadrado no se mide en euros sino en petróleo, gas o estrategias de poder que a los bandoleros se nos escapan, nunca es malo recordar que el desastre de la guerra puede ser un horror si salta de las pantallas de cine o del telediario para aposentarse en nuestras calles. Parece una nueva obviedad, pero ya les vengo diciendo que para eso estamos y que la vida, en el fondo, no se trata de otra cosa que de repetir obviedades, a ver si alguna de las buenas cala en la memoria colectiva que va olvidando, misteriosamente, los recuerdos más sagrados como, por ejemplo, ese tan general y a la vez tan enternecedor del “no matarás”; del no ensuciar las manos con el corazón de un hermano y, si alguien quiere matar, que lo hagan como antes: dos ejércitos y en un descampado.
Cuando pensamos en ideales de sofá, gracias -sobre todo- a conferenciantes veinteañeros que no comprenden más allá de sus apuntes, ciertas palabras sólo sirven para impostar cierta educación, o para trovadores épicos que viven de asustar a los niños y los ancianos con sus elegías guerreras en las plazas. Pero si pensamos en verdad, de verdad, poniendo rostro, nombre, apellidos, hijos y familias al semítico “no matarás”, descubriremos que es una ley que sirve para todos los siglos y que abraza a todos los hombres, aunque el mandamás de guardia se limpie los mandamientos, los derechos humanos y la conciencia con el pañuelo para el sable.
Para nuestra desgracia, y sin haber gastado más de un cuarto del siglo XXI, el César Trump ha pedido una jofaina en la que lavarse las manos en caso de que nosotros -españolitos y europeos todos-, amaestrados ya en la cultura calvinista de la gracia que otorga el parné, desoigamos sus llamadas al rearme, porque él no quiere pagar los destrozos que sus halcones dejan tras su paso desde Cuba hasta Japón. Y para nuestra desgracia, y porque no somos ángeles, deberemos invertir en armamento como si nos sobrara el dinero para hacer cañones, barcos y hombres; sobre todo hombres y mujeres que son nuestros hijos y que, últimamente, caen con cuentagotas por el tobogán oxidado de la natalidad…
De todas formas, si hay que rearmarse, así lo haremos. Pero al pensar en la palabra seriamente, me acongojo y no puedo evitar sentir cierta inquietud por los seres que vienen al mundo, porque estos no lo hacen para engordar las filas de un regimiento e ir a morir y a matar por razones que no podrán desarchivarse hasta que nuestros nietos no lleven a los suyos a ver una película basada en hechos reales y cuyo argumento sea un desembarco en Tarifa para salvar al soldado Pérez, perdido el pobre entre dos bandos a la altura de Morón de la Frontera.
Es innegable que vienen días extraños. Nos falta un ‘crack’ del 29, si no ha sucedido ya tras la olvidada pandemia, y se nos anticipa con prisas, la hoja de ruta entre apagones, simulacros de caos y robos de cable. Y bien -bien pensado- resulta estremecedor y penoso que alguien, en nombre de sus intereses, malnombre la sinrazón de la guerra y malgaste balas, drones y crueldad con nuestras criaturitas, educadas para una vida más cómoda que una maloliente trinchera o un campo de refugiados en la otra orilla del Estrecho.
Si en algún momento dejáramos de escuchar a quien romantiza la muerte. Si pensáramos en algún momento al revés de lo acostumbrado, al revés del idealismo cinematográfico que deforma e infravalora los rostros de las personas. Si fuéramos al revés de la obediencia gregaria de los corderos listos para esquilar y al revés de los guiones hollywodienses con trompetas y fondo de barras y estrellas, quizá descubriríamos otra salida más humana que el enardecimiento elegiaco del deber, de la violencia, la revolución, la invasión y la reducción de la vida de nuestros hijos a cortometraje barato, porque el fin de las películas bélicas lo conocemos de sobra, aunque nos hagamos los sordos cuando los bombazos retumban en Gaza, en Ucrania y cada día más y más cerca, en el continente de abajo, en el África esquilmado y vejado por los educados europeos de bien. Desde luego, hay veces que uno se pregunta por qué no se hundió el Mayflower a la tercera botadura con todos sus colonos, o por qué Hegel no se atragantó con una espina de pescado. Dios sabrá. Y con Dios puede que nos manden.