Del tiranosánchezrex a mis recuerdos

Antes de nada, quiero decirles que no tengo enemigos; al menos en política, y que el título es una frivolidad que me hizo mucha gracia el otro día, mientras leía al andaluz Villalón; don Fernando Villalón: uno de esos artistas del vivir; un conde ganadero, poeta que dejó versos perdidos en las coplas y el cante como los Machado, como los grandes, cuando se confunde la autoría con el genio  de un Camarón o un Luís de la Pica, que metieron por bulerías alguna letra susurrada al oído por algún compañero del gremio jondo. Y a mi cabeza, que tiene estas cosas, también le dio por acordarse del señor Presidente socialista, al leer estas rimas del costumbrismo más actual y del verismo más añejo:

Agarrada a los barrotes

de la cárcel de Saucejo

lloraba una gitanilla

que tiene a su amante preso.

“Si robar fuera pecado

no se cabía en el infierno,

y el señor juez de instrucción,

ladrón convicto y confeso.

Si mi novio algarabó

una burra y dos muletos,

usted me ha robado a mí

la prenda que yo más quiero…”

Así que la ternura de la gitanilla se me entreveró con la admiración que me produce el saurio y la aparente fortaleza del señor Sánchez; porque uno es así de tonto, o así de sentimental, cuando le di al barrunte enternecido por una especie en claro proceso de extinción. Y luego recordé que a los grandes adversarios se les observa y se les respeta. Porque no creo que hubiera aguantado estas dos legislaturas de no ser un tipo con los machos bien atados, aunque haya quien aluda, sin saber de psiquiatría, a una supuesta psicopatía que yo presupongo en todo anhelante de poder. Hasta aquí, mi ponencia político-arqueológica, que ya tendrán suficiente información diaria de mangantes y asesores. Porque hoy yo querría encerrar en una sola columna, todas las pocas grandes cosas –bellas– de las que estoy seguro. No sé si podré.

No son muchas pero, para empezar, tendría que decirles que soy frágil de condición; de una fragilidad parecida al pan de oro que recubre los basamentos de nuestros santos más ilustres. Continuaría con mi cansancio sin término, mi fatiga de infante que ha trasnochado demasiado para volver al alba de una casa con ruiseñor chivato, que rompía el sueño de mi madre y que le hacía cabecear haciéndose la severa, para no decir nada…

Luego la luz; la luz del alba sobre el silencio divino de las maquetas de pesqueros, los cuadros, los muebles, la mesa con su cristal como un gran espejo del cielo, que me ha defendido siempre de las fugaces loas del inconsciente triunfador; ese que sale una noche a por aventuras y vuelve como Leopardi, escaldado y entristecido, porque en la farra tampoco está el paraíso. Ya lo dice él en su Canto XIII, quejumbrosamente romántico, quejumbrosamente certero:

“…en mi temprana edad, cuando aún esperaba
con ansias el día de fiesta, una vez que este

había terminado, en vela, me abrazaba triste
al almohada de plumas, y, tarde en la noche,
un canto que se oía alejarse por los caminos
muriendo poco a poco en la distancia
me estrujaba el corazón como que ahora.”

De hecho, hay muy pocos con las agallas del poeta italiano que reconozcan la evidencia educativa de saciar un deseo para descubrir que lo anhelado era sólo humo de la imagen de otra imagen sobre una insatisfacción profunda que dormita y, en ocasiones, se encrespa porque no encuentra el objeto de su ansia. Además, la noche, como bien saben los insomnes, es un don y un trabajo; no todos sirven para ella, no todos la soportan ni la disfrutan; enseguida tienen sueño y enseguida sienten la flojera leopardiana, o el suspiro de Morfeo…, pero a mí, me sucedía al contrario; porque siempre me ha sucedido al contrario todo.

La noche me despertaba, su carencia de luz me abría los ojos y, como un gato, salía con la certeza de ver mejor en lo oscuro, sabiendo que nadie podría quitarme el momento de la transubstanciación solar de la mañana: ese momento en que el sol aún no muestra su cuerpo, sino la promesa de su luz. Y sólo después, me dormía; palpando las durezas de mis dedos, hechos ya a las cuerdas de la guitarra y recordando algún trémolo, algún rasgueo, alguna síncopa en el cante que me hubiera dejado in albis.

Y ahí, entre el sueño, la noche y la vida, supe que era libre, que había algo en mí que era libre incluso de mí, a pesar de esa fragilidad de niño de oro que dormitaba a destiempo del mundo para descansar de las prisas, las obligaciones, los agobios y los acontecimientos que duelen y –dicen– forjan el espíritu aquellos que teorizan sobre el sufrimiento y no saben nada del regalo de la música sin horarios. Ellos se lo pierden…

Luego había que despertar, hacer que estudiaba como los otros muchachos formales y hacer que llegaba pronto a las aulas, abiertas de par en par a las ramas de los árboles por las que creía poder escabullirme hacia la calle, tratando de dar con un guitarrista que me hipnotizaba en la Plaza Mayor con sus Recuerdos de la Alhambra y las Torres Bermejas de Manuel de Falla. De este modo, volvía al silencio del sueño que amansaba una rebeldía que nunca he conseguido comprender, o ella no ha querido responderme al porqué de esta profunda grieta mía en la que habita un Dios que calla.

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