Si el corazón no se conforma con cualquier cosa, tal y como comprobamos cada día, y tal y como lo vemos volar hacia algún lugar dónde la furia y el ruido no lo corrompan, tendríamos que ir arrancando todas las capas de costras de moral malentendida, todos los prejuicios oídos y repetidos de padres a hijos y todas las modas que reducen su deseo a objetos, poder o revolución y guerra. Si pudiéramos volver a atrás y ver un corazón de niño como el que Lorca quiso pedirle a Cristo que le devolviera; ese corazón que venimos insistiendo que es sed y que para la sed vive, tendríamos que preguntarnos un gran ‘por qué es así’ y no el agrietado aljibe viejo, seco, lleno de telarañas al que le hemos ahogado con ideologías, mentiras piadosas y excusas para no dejar que se llene de agua fresca.
No se trata de ser poeta, genio filosófico ni humanista dado a la lectura para reconocer esta carencia, esta falta infinita, este vacío que se agudiza con los años y con la experiencia cotidiana que hacemos frente a los ídolos a los que hemos entregado nuestras entrañas para recibir sólo silencio y espera. Pero sí es importante una dedicada contemplación para observar que a este corazón no le calma una migaja de pan ni, por supuesto, una fiesta sin fin. Necesitamos una contemplación que, en sí, es un hecho extraordinario, hoy en día, pues a la soberbia, al dolor, a la educación, al contexto y al olvido que nos ciegan en muchas ocasiones, hay que añadir el uso inadecuado y ansioso del dichoso teléfono…
¿Qué pregunta nacería de esa contemplación? Que nuestro corazón es dependiente de todo cuanto nos rodea y que, por muchos esfuerzos voluntaristas y por muchas prácticas solitarias del desencanto, nuestro corazón humano es más parecido a una aspiradora que a una máquina de bombear sangre.
A la experiencia hay que remitirse para descubrir esta dinámica: aspiramos belleza, aspiramos personas, aspiramos atardeceres, aspiramos palabras que nos expliquen a nosotros mismos; aspiramos vida, aspiramos –como tensión inevitable– a lo más alto. Y lejos de ser una tara, como dijimos, es nuestra naturaleza más profunda; nuestro modo –método– de ser en el mundo. Y toda la Historia de la Ciencia, de las Artes y de las Religiones es esta tensión como aspiración a una misteriosa transcendencia que nos llama, que nos convoca a través de la realidad toda como si ésta quisiera decirnos algo: una palabra, una compañía, otro ser, otro amor más intenso que el acostumbrado a decaer y morir.
Emmanuel Mounier tiene una preciosa carta a su madre, en la que explica con gran tino esta dinámica cuando se refiere a las causas más altas:
“…hay que refrenar los miedos que se vinculan a estas necesidades –miedo a molestar, miedo a sufrir, miedo a explicar–y que complican inútilmente lo que no es tan complicado y que incluso nos hacen daño cuando no tendrían que hacerlo, igual que los miedos de una mano inexperta sobre una carne sensible hacen más daño que los gestos decididos de un médico…”.
Y más adelante, añade una cuestión crucial para reconocer estas necesidades, sin hacer un problema de ellas:
“…lo que complica y recarga las relaciones (…) son los efectos de la inconsciencia o del dejar pasar(…). La sencillez se gana siempre con esfuerzo, con atención, con trabajo (…). Esta aparición confusa de palabras desacostumbradas y de problemas erizados de dificultades dejadas anteriormente en la sombra, se ordenan poco a poco en un paisaje que nos dará su marco y su belleza…”.
Así que refrenemos los miedos, pongamos atención y cojamos perspectiva, porque el corazón humano necesita tener una sencillez de niño para reconocer aquello que desea. Y no hay nada como mirar a un niño recién nacido para que todas las capas de escepticismo, soberbia e indiferencia caigan ante el misterio de una presencia que antes no estaba y ahora sí; como una aparición de otro mundo más bello y bondadoso. No en vano, el mismo Jesús pondrá siempre a los niños como ejemplo de sencillez para reconocer lo bello; como posición original del corazón que todavía no se ha encerrado en sí mismo, ni en la soberbia de los conocimientos adquiridos que, como bien se pregunta el grandísimo T.S. Eliot, pueden confundir a cualquiera: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido con el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?…”
Con esa contemplación diaria, con esa observación atenta de quien quiere volver a aprender a vivir, puede comprenderse mejor a Charles Baudelaire y, de paso, al poeta sediento que escribe en nuestro interior:
“En este instinto inmortal de lo bello el que nos hace considerar el mundo y todas las bellezas como un reflejo, como una correspondencia del cielo. La sed inextinguible de todo lo que está en el más allá y que revela la vida, es la prueba más viva de nuestra inmortalidad. Con la poesía y a través de la poesía, con la música y a través de la música, el alma intuye la luz que resplandece más allá de la tumba; y cuando una poesía perfecta hace brotar las lágrimas en los ojos, estas lágrimas no son signo de alegría excesiva, sino más bien índice de una melancolía profunda, de una exigencia nerviosa, de una naturaleza exilada en lo imperfecto, que anhelaría poseer ya, en este mundo, un paraíso revelado”.
De este modo, nos encontramos ante el lenguaje de la analogía; ante el idioma del Misterio que se esconde y se revela a través de la realidad a los corazones de infante, a los niños de espíritu, a los sencillos de corazón que Jesús enaltece como intérpretes adecuados de su palabra. Por eso, el poeta del Libro de la Sabiduría sorprende, con su claridad poética, esta dinámica de un corazón que tiende al infinito:
“Si, vanos por naturaleza todos los hombres que ignoraron a Dios y no fueron capaces de conocer por los bienes visibles a Aquel que es, ni atendiendo a las obras, reconocieron al Artífice; sino que al fuego, al viento, al aire sutil, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa, o a las lumbreras del cielo los consideraron como dioses, señores del mundo (…), sepan cuánto les aventaja el Señor de todos ellos, pues fue el Autor mismo de la belleza quien los creó(…). Pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor”. (Sab 13,1-5)
Como podrá comprobar el lector, no hacen falta moralismos integristas, autoritarismos estatales, ni imposiciones culturales para encontrarnos en el borde mismo de la experiencia religiosa; del sentido que sintetiza a todos los sentidos humanos para hacer del corazón humano el órgano que vibre ante el Verbo, la Palabra, el Dios escondido en la naturaleza y en los pliegues más íntimos del corazón. Si no nos creyéramos más listos que Él, tal vez escucharíamos, más claramente, el eco de una voz perdida en el campo de batalla de las opiniones, de los tópicos y de los intereses monetarios. Continuaremos con el método…