‘La trama fenicia’, o cómo inventar el thriller existencial más elegante del año

Hay algo casi milagroso en el cine de Wes Anderson: puede contarte una tragedia familiar, un crimen, una conspiración internacional o una epifanía mística… y siempre parecer que estás hojeando un libro infantil ilustrado por un melancólico. La trama fenicia, su nueva película, no es la excepción. O mejor dicho: es la excepción que confirma la regla.

Porque aquí Anderson da un paso más allá. Mantiene todo lo que lo hace reconocible —esa paleta cromática de cuento, esos encuadres simétricos que harían llorar de emoción a Kubrick, esos personajes que hablan como si pensaran en voz alta mientras fuman en cámara lenta—, pero lo mezcla con una historia oscura, política y sorprendentemente actual. Es como si El gran hotel Budapest hubiera tenido un hijo secreto con El tercer hombre y lo hubieran criado en una isla del Adriático.

El heredero reacio y la monja inesperada

La historia gira en torno a Anatole “Zsa-Zsa” Korda, un magnate europeo con acento de varios sitios a la vez (Benicio del Toro, en uno de sus mejores papeles recientes), que sobrevive a un intento de asesinato en lo que parece un atentado industrial o un ajuste de cuentas geopolítico. En respuesta, decide dejarlo todo… pero no en manos de banqueros, abogados ni viejos socios de miradas afiladas. Su heredera será Liesl, su hija, una joven que ha elegido abandonar el mundo y convertirse en novicia de clausura. Interpretada por Mia Threapleton (sí, la hija de Kate Winslet), Liesl es la sorpresa más andersoniana del conjunto: una mezcla de mística, sarcasmo y lucidez precoz.

¿La trama? No es tanto lo que ocurre, sino lo que se trama: intrigas diplomáticas, traiciones familiares, una sociedad secreta de empresarios libaneses, y todo ello con decorados que parecen diseñados por Wes Anderson y Kafka después de tomarse una ginebra en Budapest.

el esquema fenicio

Anderson, versión noir

A diferencia de Moonrise Kingdom (2012) o Fantastic Mr. Fox (2009), donde la mirada infantil y la fábula marcaban el ritmo, aquí Anderson juega al noir, pero sin renunciar a sus obsesiones: la familia disfuncional, la herencia emocional, los secretos que se ocultan tras fachadas perfectamente pintadas. La diferencia es el tono: más seco, más melancólico, incluso más cruel.

Como en The French Dispatch (2021), donde ya flirteaba con la sátira política y el periodismo militante, aquí da un paso más arriesgado: nos mete en una estructura que parece la de un thriller de los años 70, pero en realidad es un mapa mental. Un esquema —sí, fenicio, pero también emocional— en el que el pasado de los personajes pesa tanto como su presente. Y nadie parece tener muy claro si quiere redimirse o vengarse.

¿Y esto por qué te interesa a ti, joven cinéfilo?

Porque esta película tiene lo que te gusta: estética cuidada, personajes raros, incómodos, profundamente humanos, una historia que no se te da mascada y un director que no te subestima. Y sobre todo, porque es una película que no se parece a nada, aunque parezca estar hecha de todo. Podrías ver una escena y pensar que es una campaña de Gucci rodada en Beirut. Otra y creer que estás en un drama familiar de Bergman. Pero no: es Wes Anderson, y sigue siendo suyo hasta la última sombra dibujada con acuarela.

¿Qué queda después?

Un sabor raro. Agridulce. Una mezcla de risa incómoda y tristeza elegante. Anderson parece decirnos: “Sí, el mundo está hecho un desastre, pero al menos lo vamos a mirar con estilo”. Y tú, espectador, sales del cine un poco más lúcido, un poco más solo, y bastante más admirado.

P.D.: Si quieres entender de verdad de dónde viene esta película, revisa Rushmore (1998), Life Aquatic (2004) o The Royal Tenenbaums (2001). Todo está ahí: la herida, la risa, la mirada fija desde un plano perfectamente simétrico. Solo que ahora la herida supura más lento, y la sonrisa tarda más en llegar.

Y eso —amigos y amigas— también es madurar. Incluso en el cine.

Marcelo Brito
Marcelo Brito
Nací en 1960 en Matanzas, Cuba. Hijo de gallegos. Crecí entre pocos libros, pero con una curiosidad insaciable. Estudié cine en La Habana y salí de Cuba en cuanto pude porque el mundo era limitado, estrecho, pobre, áspero y poco higiénico, para el cuerpo y para la mente. He colaborado en múltiples publicaciones. Primero en Miami Herald, luego en Caretas de Perú, y ahora en FANFAN.

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