Demuéstreme lo contrario, o “devuélvame el rosario de mi madre y quédese con todo lo demás…”, pero si hay una certeza pétrea, inamovible dentro de esta pelota galáctica que no deja de moverse para desgracia de terraplanistas, es que el mundo tiene cuerda suficiente desde mucho antes de que aprendieran a escribir Nietzsche sin obviar ninguna letra, o comenzaran a mirar las viejas corrientes estoicas con simpatía para poner el corazón a dieta… que digo yo, con lo bello que es vivir y que haya quien se pone ahora –a estas alturas y bajuras- a edulcorar la fuerza del deseo…en fin; cada uno que haga lo que crea conveniente con la poca vida que se nos concede aquí… ;y a las certezas giratorias vamos, venga.
El mundo giraba sin descanso-decía- y mucho antes de que usted fuera ya conocedor del apellido furibundo de Friedrich, que no repetiré por si me equivoco y para no enojar a los doctores filosofantes. Y giraba con todos los escándalos inimaginables para una cabeza que sólo concibe las medidas de las ideas, realidades, milagros científicos, religiosos o naturales que le quepan entre oreja y oreja.
El mundo giraba, incansable, al galope, antes de que sus padres cometieran el error de comprarle su primera flauta para histeria del vecindario y luego le compraran la guitarrita eléctrica que desechó enseguida para hacerse pinchadiscos – no djey-, mientras sus vecinos trataban de tirar su puerta a hachazos como Jack Nicholson en El Resplandor. Hecho este que me recuerda un maravilloso diálogo vecinal durante años, cuando quien les escribe tocaba la guitarra a solas en el salón y mi vecino pianista trataba de seguir la melodía…qué cosas, ¿verdad?
Yo comenzaba el trémolo de la Granaína, lento, solemne; él tecleaba por encima, por debajo, tumbando la cadencia, atrasándose o esperando cuando yo me equivocaba, sin haber ensayado nunca juntos y sin hablar otro idioma que el de la música, separados solamente por un tabique de timidez por parte de los dos intérpretes. Un día en que el mundo siguió girando en su danza con el sol, o como dialogaba un piano y una guitarra por aires de Graná, supe que mi callado acompañante había muerto, porque ya nadie dejaba a Chopin para seguirme al otro lado con mis escalas flamencas. Y el mundo siguió girando para mí y también para él; porque otra evidencia mundana y rotunda es que la belleza musical es “el cielo de realidad”, según el director de orquesta Ricardo Mutti; y ahí estará mi mudo pianista, ya que la belleza, como la materia, se transforma en pentagramas imposibles de ejecutar para los mortales. Y el mundo, con algún seísmo local, sigue girando dentro de otro mundo en el que estoy seguro que danzan y se mecen todos los bailarines-bailaores de todas las danzas recogidas en un celestial Flamenco. Gira y gira, a veces con la sensación de estar cayendo, como el Altazor de Vicente Huidobro, que era más de arder a la manera vitalista que marchitarse al modo estoico:
“Cae al fondo del infinito
cae al fondo del tiempo
cae al fondo de ti mismo
cae lo más bajo que se pueda caer
cae sin vértigo
a través de todos los espacios y de todas las edades,
a través de todas las almas, de todos los anhelos y todos los naufragios (…)
Cae en música sobre el universo
cae de tu cabeza a tus pies
cae de tus pies a tu cabeza
cae del mar a la fuente
cae al último abismo de silencio
como el barco que se hunde apagando sus luces…”
Después del caer apasionado, el giro evidente ha seguido su curso y ya he pasado, yo también como Altazor, a la progresiva decadencia física que me obliga a buscar otros modos, menos potentes, más sutiles, de seguir elevándome en el trémolo que me lleve de nuevo a la Fuente del Avellano, sin moverme de la Fuente de la Amapola, río Darro mediante y sin puentes.
Y un día, cuando menos lo espere, ya seré demasiado viejo para ligar el solemne Mi de Soleá para entonarme por aires de Utrera, porque dicen las ‘malinas lenguas’ que he fumado demasiado y no debo engrasar la garganta más que con agua de Lanjarón o “con zumo de la naranja moruna…” Así que mis guitarras reposarán, por fin, en sus estuches; con sus bocas abiertas de pino, cedro, secuoya y ébano, con las cuerdas destensadas para que no ceda el mástil, hasta que reciban otras manos en herencia, otro pecho, otra humanidad, otro corazón.
Con el tiempo, bastará un siglo, adquirirán el valor de su perenne perfume a madera noble. Necesitarán algún ajuste, algo de gomalaca, algo de calor humano y paciencia porque son muebles vivos y sienten y padecen como las personas, si no las tocas o las miras a diario. Pero, ay, ya no serán mías porque, como a ellas, a mí también me habrán guardado en otro estuche de ciprés y palosanto, mientras el mundo gira y gira, o cae sin Altazor, sin usted, sin mí, sin sus amigos y enemigos; sin tanta alharaca, sin tanto ruido, sin tanta injusticia y sin tanta necesidad de egos desbocados que sólo bailan para sí mismos y fuera de compás.