En esta enloquecida vida diaria en la que la actualidad trata de imponerse a nuestras vivencias y no deja descansar a quienes anhelamos algo más que mentiras prescritas por opinadores, no hay nada mejor para la salud que escribir a mano y sin censuras.
Esta sencilla acción que la mayoría no sabe hacer porque la dejó estancada en el último examen de la carrera, puede ser uno de los placeres más desconocidos y recomendables para abstraerse de la fútil corrupción que unos tapan y otros destapan para escándalo de quien, a estas alturas, quiera escandalizarse por algo para distraer el aburrimiento.
Fíjese si es bueno escribir a mano que mientras terminaba el párrafo anterior, ya estaba deseando comenzar éste para demostrarles que, en apenas diez líneas, se centra el pensamiento en una sola cosa y el alma se serena con el susurro de la pluma sobre el papel, con el consiguiente beneficio para la salud y para rabia de quienes tratan de tenerlo alelado.
Escribir a mano permite comprobar al instante si el corazón tiene algo que contarse a sí mismo o, por el contrario, está demasiado sucio y mancillado por problemas que usted no puede solucionar, pero le inquietan sobremanera por extremismo político o por la rutinaria vista de delincuentes, parásitos y otros especímenes en la rueda policial filtrada a la prensa.
Como en mi caso, no temo al horror vacui del papel y casi nunca me quedo sin preguntas que hacerme, puedo escribir durante horas sobre aquello que me venga en gana. Y no todos pueden decir lo mismo, ni permitirse el lujo que yo comparto con quienes quieran disfrutar de su propia serenidad y de su más que posible don para las letras que, al fin y al cabo, es un oficio que se entrena y que puede ser más adictivo que el vulgar e infecundo sostenimiento de móvil.
En estos tiempos raros, lo obvio se ha vuelto sabiduría y escribir a mano ha tornado en lujo de privilegiados que -atención- elimina la ansiedad, tranquiliza los nervios, ensancha el pensamiento y, milagrosamente, trae a la memoria acontecimientos olvidados o lugares en los que se desearía estar pero, de momento, no existen. En este sentido, la escritura se parecería mucho a esos balnearios a los que iban los tísicos para curarse de la tos, con terrazas frente al aire puro de la sierra y con ponches calentitos servidos por encantadoras enfermeras.
Así que, como este es mi lujo, se lo entrego a manos llenas; hecho que tampoco pueden permitirse muchos que van cobrando prólogos para mi pasmo y como me contó un amigo. ¿No le parece miserable cobrarle a un pobre escritor por cuatro hojas de nada dentro de un libro del que se llevan casi todo editor, distribuidor y librero? El mundo editorial tiene estas cosas, como cualquier otro mundo excesivamente romantizado: por ejemplo el de los colaboradores de relumbrón que se fotografían en comidas y cenas como si de una generación irrepetible se tratase en una tertulia del Pombo o del Gijón. Ya saben, los egos desbocados que, cuando les conviene, ensalzan con elogios y exageraciones propias de quien quiere que le publiques un libro.
Para mi fortuna, todos esos han callado para marchar a darle la turra a otro, dejándome por fin en paz con mi lápiz, mis plumas y con mi saludable, salvífica, incontinente y automática escritura, a la que apenas presto atención en la temática; porque ella va sola, va a la deriva… Hoy puede virar a un lado y mañana al otro, no importa hacia dónde. El caso es que haga su función y le sirva a usted de algo.
Créame. Por favor. Por caridad. Por lo que más quiera. Suéltese a escribir. Aunque esté pasando la peor tragedia de su vida, aunque haya perdido a su gran amor, aunque no sepa de todo ni quiera saber siquiera de nada, pero coja un libro; mejor si es poesía, y si no sabe qué leer, ya se lo recomiendo yo y, luego, escriba, siempre a mano. No importa lo que salga. No importa la calidad. No importa la cantidad. A medida que pase el tiempo y vaya cogiendo soltura; es decir, a medida que vaya aprendiendo palabras que describan lo que usted quiere decir y ahora no puede, descubrirá un espacio de tranquilidad y, a la vez, se irán abriendo las compuertas de recuerdos desconocidos, olvidados o robados por el exceso de trabajo, por la prisa o por la acostumbrada indiferencia con la que solemos mirarnos por dentro, si es que alguna vez se ha asomado a ese pozo lleno de agua oscura.
De este modo, sólo con unos versos y su propia interpretación, conseguirá en poco tiempo descubrir su oxidada humanidad y, por ende, antonomásico por ende -que ya tenía yo ganas de usar un ‘por ende’- se hará más útil a los demás, quizá más atento, quizá descubra de nuevo el mundo que lo rodea, porque un escritor siempre está como un cotilla escuchando cualquier conversación. Quizá gane el Planeta; le avisarían antes que al finalista… quizá el Nobel y, después, enganche con el Cervantes y tenga que estar todo el día viajando, dando conferencias sobre cualquier cosa, firmando libros porque usted lo vale y se lo ha ganado. Y entonces, puede que sus obsesiones, sus penas y tristezas se esfumen en cuanto salga de su madriguera y surque los mares de papel que lo sacaron del ostracismo más absoluto. Lea, por favor. Y escriba a mano. No sabe lo que se pierde. Pero nunca, nunca, sea pelota.