Francisco Javier Irazoki: “El ser humano es mi patria”

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“Habitación 306” es un poema fundacional, también, claro, un punto de partida del resto de su vida. ¿Vuelve siempre a esa raíz para revisar su biografía?

El poema describe un momento importante en mi biografía y me acompaña siempre. Tenía 22 años cuando lo escribí. Si repito que la palabra escrita es el lugar donde soy más libre, hablo también de un cobijo frente al dolor. Con los 27 versos de “Habitación 306” fabriqué un refugio para defenderme de la ausencia definitiva de un ser amado.

En Fanfan le hemos llamado poeta excarcelado por dos motivos, porque usted no parece tener ataduras a la hora de escribir, y porque transmite una bondad universal. ¿De dónde le viene esa ética que incluye el perdón y el no hacer daño?

Desde los primeros años fui instruido por la alegría inteligente de mi hermana Nica, fallecida a sus 25 años, y por la rectitud ética de mi padre. Mi madre puso la valentía. El abrazo era la ocurrencia principal de aquellas personas que habían conseguido ser un mundo transformado. El abrazo era su única venganza. Su precariedad económica no tenía ningún vínculo con el rencor y vivían sin el consuelo fácil de la queja.

Se ha hecho con la casa del padre y la ha repartido. La casa de Aresti era cerrada, usted reparte los ladrillos. No parece muy partidario del nacionalismo excluyente y redentor.

El ser humano es mi patria. Lo decía cuando era un joven con melenas hasta la cintura y lo mantengo en mi vejez. Sigo pensando que las identidades colectivas son cárceles. O etiquetas tristes para simplificarnos.

Mucha prosa en su libro. Entonces, la poesía sopla donde quiere, no solo en los poemas, no solo en los versos…

A menudo la he encontrado fuera de los libros. Por ejemplo, se pasea a sus anchas en el cine de José Luis Guerín y Oskar Alegría. Ahora recuerdo un diálogo musical entre el saxofonista Josetxo Silguero y el guitarrista Ángel Unzu en un ensayo. Los vi rojos de tanto rozar abismos musicales; viajaron muy lejos en sus respuestas. Escuché poesía profunda y libre. Pero ni siquiera concibo una poesía encerrada en el talento artístico. La percibo con claridad en algunos comportamientos. También en lugares sin prestigio.

Se ha librado usted de la muerte por los pelos en más de una ocasión. Siempre viene del cielo en forma de teja, como dice en uno de sus textos. ¿Qué otros azares le han amenazado?

Varias tejas asesinas han estado a punto de matarme en Lesaka, Pamplona y Katmandú. Una teja parisina, disfrazada de tiesto grande, cayó desde un octavo piso y estalló a mi lado. Vi en el suelo su crimen hecho añicos. Mis padres campesinos vigilaban el cielo; descifraban con exactitud cada mínimo cambio. Digo que eran doctores en nubes. Yo camino amenazado por las tejas del mundo. En ellas se concentran todos los azares.

En “La belleza expulsada” se lamenta de nuestra ignorancia que expulsó a los gitanos. Duele comprobar lo necios que somos. Su poesía, señor Irazoki, ¿es una forma de perdón?

Ojalá. La última línea de mi poema “Cuadernos de juventud” dice: “Que el perdón sea más fuerte que la herida”.En la infancia, adolescencia y juventud observé mucho a los gitanos. El trato que les dábamos transparentaba nuestra pobreza espiritual. Años más tarde, fui amigo del músico gitano Manuel Molina (el de Lole y Manuel), un hombre extremadamente sensible, y hablamos sobre estos fracasos.    

Las personas de su vida forman una orquesta. ¿Tocan sinfonías, hay alguno que desafine o llegue tarde al ensayo?

Todos desafinamos con frecuencia. A veces los habitantes de nuestra orquesta sinfónica se tambalean y suenan como una fanfarria de trasnochadores.

¿Qué papel juega la música en su obra?

Juega el papel de la pasión. Al poco de llegar a París, en 1993, inicié mis estudios musicales. Fueron nueve años de placer en el conservatorio. Tuve profesores excelentes que me afinaron el oído en los cursos de Armonía o Historia de la Música. A partir de esa formación, vigilé la eufonía de las frases. Pero trazando una línea muy clara: en literatura, deseo que la música esté al servicio de la precisión.

Escribe, dice, por necesidad. ¿Qué necesidades o qué estados anímicos motivan su escritura?

Necesito y busco la ligereza. Cada vivencia es un peso que descargo en una página blanca. Hay un hilo rojo que une mi búsqueda de ligereza con el alivio o la serenidad.  

Una antología, en su caso, puede ser modificada por otra. Es un libro abierto, y depende en parte de sus próximas obras. ¿Le queda mucho por escribir?

Tengo un nuevo libro de poemas, Música incinerada, ya acabado y aún inédito. En Palabra de árbol se incluyen cinco muestras de esa obra. No escribiré más poemas. Me desagrada repetirme. El conjunto se titula Los descalzos. A partir de ahora, si el azar y el ánimo no se oponen, iniciaré caminos literarios que ignoro. De manera natural, sin interés por las modas, tiendo a lo híbrido. No me alejaré de la poesía aplicada. Lo he explicado recientemente: para mí, la poesía es una manera de ser persona.

‘Quien ama un idioma ama todos los idiomas’, dice en “Bandada de tijeras”. Antes, cuenta su aprendizaje del castellano. ¿Por qué quien tacha carteles en español no ama el euskera o el catalán?

En el texto digo que el desafecto hacia otras lenguas es la prueba de la insinceridad con que se defiende la propia. El fanatismo o la aventura de llenar un vacío íntimo no pueden disimular una impostura. Mantengo esta convicción sencilla: el amor sincero por un idioma es incompatible con el desprecio hacia otra lengua.

El poema en prosa más breve dice que le gustaría que su muerte fuera discreta. ¿Apenas una línea? ¿Nos permitirá hacer una antología?

El poema se titula “Testamento” y, en efecto, encierra solamente una línea: “Me gustaría que sobre mi muerte se plantase el árbol de la discreción”. Me disgustan los aspavientos, el grito (“la cosa menos intelectual”, según Carlos Edmundo de Ory), la futilidad envuelta en ruido. He seleccionado mis poemas preferidos en Palabra de árbol, pero no me opongo a las versiones ajenas. 

                                           ORACIÓN LAICA

     Sin templo ni dogmas, sin rito ni devociones, he desocupado un paraje mental.

     Lo ocupará una piedad sin recompensas.

     Piedad por los que únicamente conocen las libertades del silencio.

     Piedad por quien ha crecido alimentado por los abandonos.

     Piedad por los que al abrazarse aprietan una escalera solitaria en el cuerpo de la persona amada.

     Piedad por los hombres que regresan a la infancia y aprenden más dolor en los hospitales.

     Piedad por el apedreado en el callejón oscuro de las razas.

     Piedad por nuestros habitantes perdidos en la sima de un pensamiento. De noche los encontramos mientras suben una montaña. Caminan con la energía de los antiguos esclavos.

     Piedad por los que duermen o se despiertan sin cubrirse con los apellidos de una patria.

     Piedad por quien llega solo y sin equipaje a los tribunales de su conciencia.                       

     Piedad por los que desean a hombres y mujeres cercados en la niebla de un despeñadero.

     Piedad por quienes con su amor disidente golpean los muros de la moral.

     Piedad por los que sobreviven escondidos en una creencia.

Francisco Javier Irazoki    

Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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