Camarero, tráigame una copa de coñac, escuché detrás de mí, de inmediato mi conocida se sentó a mi mesa.
— ¿Cuál es el motivo para relajarse? — pregunté.
— Acabo de venir del hospital, desconecté a mi hermana del aparato. Ya ha dejado de sufrir.
En mi vida había sufrido tanto — dice ella, bebiendo su copa. — Le dije mi último «perdón y adiós» y firmé el acuerdo.
— Camarero, tráigame lo mismo que a ella, — dije yo. Fue la primera vez en mi vida que veía a un asesino en persona, pensé.
Esta situación no se me quita de la cabeza, sobre todo porque muchos de mis conocidos no ven nada de malo en esto.
La eutanasia siempre ha provocado en mí un mar de contradicciones y una sensación de falta de humanidad. En primer lugar, ¿cómo pueden los médicos, que han jurado el juramento hipocrático, participar en esto? Pues les está prohibido incluso estar presentes en las ejecuciones.
En segundo lugar, en su momento los científicos realizaron un experimento: conectaron a una persona viva a unos sensores y la empujaron inesperadamente hacia el fuego. La aguja del sensor se disparó por los cielos debido a la adrenalina, lo que indicaba miedo a la muerte. Luego conectaron los sensores a pacientes que habían firmado voluntariamente el consentimiento para la eutanasia. El resultado fue el mismo. Conclusión: nadie quiere morir, ni siquiera el que está caminando por un sendero diferente que conduce a las puertas de la muerte.
En tercer lugar, y lo más importante, ¿cómo pueden los propios familiares aceptar esto? ¿En qué momento somos dueños de la vida de otros? Cierto es, que el hecho de estar conectados necesariamente a una máquina para sobrevivir puede ser en sí mismo una contradicción, pero el ser humano ha evolucionado hasta el punto de poder mantener con vida a una persona que debería haber fallecido, de curar enfermedades que acabarían con gran parte de la población, de operar a corazón abierto e incluso trasplantar órganos de un cuerpo a otro. Es nuestro afán por sobrevivir, por agarrarnos a esta vida prestada y quizás única, la que nos ha llevado a ese punto.
Piensen por un instante lo siguiente. Imaginen que su hijo está en esa situación, necesita estar conectado a una máquina para sobrevivir, puede que hasta el fin de sus días y puede que sin ninguna posibilidad de mejora. Para nosotros puede parecer que ya no vive, pero la realidad es que sí lo hace, de un modo u otro, pero sigue entre nosotros, en esta realidad que conocemos, quizás ausente y al mismo tiempo presente. Piensen solo por un instante que después de fallecer no hubiese nada más, que nuestra única oportunidad de ser nosotros fuera este breve parpadeo cósmico. Piensen por un momento que, si lo desconectan, nunca volverán a verle, ni a sentir el tacto de su piel, ni su olor, condenándolo a la inexistencia de una manera irremediablemente irreversible. Donde la única forma de tenerlo presente será a través de los recuerdos desvirtuados de nuestra mente y de instantes congelados en vídeos o fotos.
Sientan esa presión de la inexistencia, del olvido más absoluto, visualicen a ese ser querido y piensen en las infinitas casualidades que se han ido encadenando una detrás de otra para llegar a tenerlo en frente. Agarren entonces valor, y sin que les tiemble la voz y mucho menos el pulso, decidan apagar esa vida y arrebatarle la existencia, acogiéndose únicamente al mantra autogenerado de que eso no es vivir. Anteponiendo egoístamente su vida a la de su ser querido, convirtiéndose por un instante en juez y verdugo.
Nuestra sociedad ha dejado a un lado la muerte, la ha convertido en tabú. Hemos desvirtuado el significado de la vida, banalizándola, arrebatándole su halo espiritual, su esencia más pura, relegándola a un simple aspecto biológico.
Pobres de nosotros por olvidar que estamos aquí de prestado, de paso entre una orilla a otra, rodeados de seres durante un brevísimo periodo de tiempo, a los cuales quizás no volvamos a ver una vez hayamos traspasado el umbral del no retorno. Ruego a Dios que nunca se encuentren en el momento donde tengan que escuchar esas terribles palabras: «perdón y adiós»