Qué triste es la vida de quien pone fronteras alrededor de sí mismo. Qué triste es poner cepos a la apertura del corazón. Qué triste es la existencia de quien concibe la vida como un conjunto de pruebas sin sentido ni destino alguno. Qué triste es encerrar en la prudencia, la natural tendencia humana a la compasión.
Qué tristeza tan grande es el cálculo. Qué pobreza indescriptible la del incapacitado para empatizar con los problemas que no son suyos. Qué inquietante inhumanidad la de los hombres solos, con su riqueza y su ansia de poder a cuestas, dejando que se pudra su gracia y su talento para que otros vivan.
Y qué tristeza tan grande no poder darlo todo. No ser libres para darle nuestro manto al primero que pasa; invitarlo a desayunar, a comer, a cenar, a compartir sus penas porque estamos demasiado ocupados en no perder ni un céntimo de nuestras fortunas, o un trozo de nuestro estatus laboral o ejecutivo.
Habrá quien crea que la vida debe ser así: un olvidarse de los otros agotados que sufren ese “abrirse hacia lo otro dolorosamente. Un golpear las puertas hasta herirse”, como dice Osvaldo Pol. Y que la vida consiste en esta batalla diaria para ascender tan alto que la desgracia humana no lo alcance. Y pensará que la vida es pura contienda contra cualquiera que ponga en riesgo lo acumulado. Y que la vida se reduce a comer y beber hasta que la Parca lo visite para asustarle con la sombra de su guadaña; y que el mal no está tan mal mientras esa sombra no lo acaricie.
Quienes piensan así son tan pobres como ilusos, esclavos de su comodidad y sordos a las necesidades que no quieren ver para no mancharse las manos, o porque no tienen tiempo que perder con nadie. Ellos se lo pierden porque nunca hay vida verdadera sin convivencia humana, sin conocimiento compartido. Y convivir o compartir conocimiento es levantar, animar, resucitar, enseñar a quien da tumbos por las circunstancias afiladas de su vida. Circunstancias, por cierto, de las que nadie está a salvo.
Quien no comparte su suerte o su conocimiento es un gran pobre hombre. Quien sólo mira para sí mismo, lo es más. Quien se solaza desde las alturas con el mal del mundo, no tiene nombre. Quien no piensa en los demás como amigos, es una inútil piedra de molino, desgastada, que ya no sirve para moler el trigo de la abundancia.
El mundo va mal por esto; por nuestra indiferencia compartida; por nuestra herencia indiferente y por educar a nuestros vástagos en la inhumanidad, en la extrapolación, en el extremismo. No importa la realidad social, la circunstancia de clase, la escala de poder o el rincón en el que algunos se crean libres de la plebe a diestra o siniestra. Casi nadie recuerda nada que no lo aflija a él, y casi nadie hace algo por alguien que no sea pasar de largo. Por eso el mundo está parado, varado, por quienes tiran para sí del ascenso mientras pisotean a quienes les han enseñado a escribir la ‘o’ con un canuto. De hecho, este diabólico –divisorio- proceder es la antítesis de Tradición que, por serlo, si no quiere ser reducida a costumbre absurda, debe entregarse de mano en mano para sobrellevar mejor las tragedias y los dramas de la vida actual, no los de hace quinientos años.
La pena más grande de este mundo es esta reeducación en el indiferente egoísmo que respiramos desde la más tierna infancia, desde el momento en que nos convierten en contendientes, en competidores de sillas y sillones, en enemigos enfrentados por un puesto de trabajo o por un hueco en el parnaso del triunfo…
Para su desgracia, el triste competidor sólo sabe de codazos y artimañas para elevarse por encima de los otros a los que no ve como camaradas, amigos, compañeros o extraños; sólo ve enemigos a los que hundir, hasta quedarse solo consigo mismo, inútil e inoperante para el bien, para la bondad, para la ternura que necesitan -precisamente- del drama ajeno, de rostros ajenos al suyo para poder entrar en escena.
Un mundo lleno de hombres así, varados en la competitividad malsana y en soterradas luchas de poder, terminará por pudrirse de egolatría y por la permanente tensión entre los distintos candidatos a un asiento con cadenas. Mientras tanto, cada día que pasa ya es tarde para muchos otros necesitados porque el solitario, el triste poderoso que ya lo tiene todo y más, que no disfruta ya de nada, malgasta su tiempo, su salud, su vista en hacer recuento de monedas como un usurero desalmado.
Qué cerca estamos del colapso por ansiedad, por egolatría, por narcisismo crónico, por la absurda prisa de alcanzar lo inalcanzable, por la maldad que aflora en nosotros al concebirnos contrincantes de la vida. Y qué lejos estamos de la pacífica y hermosa conciencia de que nada, en el fondo, nos pertenece; ni tan siquiera la luz del día, ni tan siquiera el despertar después del sueño. “Por tanto, no se preocupen por el día de mañana, porque el día de mañana se cuida a sí mismo. Y a cada día le basta su afán”. No sé si recuerdan esta tradición.