La insobornable necesidad de la bondad frente al individualismo

En nuestras sociedades se ha instalado una enfermedad mortal; una carcoma que deshace los basamentos de la vida en común, que corroe las relaciones humanas,  las relaciones laborales y, por supuesto, las familiares.

Sibilina, la enfermedad del individualismo se ha introducido por las grietas de cada corazón, de cada grupo humano, de cada país hasta que los deshace desde dentro. Sólo hay que acercar la oreja a las conversaciones informales donde sale a flote el verdadero yo; ese que disimulamos en las situaciones más formales. Sólo hay que ver la incapacidad de los políticos para ponerse de acuerdo en algo que no sea el enfrentamiento. Y con pena, sólo hay que escuchar cómo los padres inculcan esa creencia a sus hijos en la cena o en la puerta del colegio. Y, con mucha más pena, podemos asomarnos al panorama internacional y a las guerras fraticidas por tener un palmo más de razón y de terreno.

Si hay un mandamiento que hoy se siga  al pie de la letra, que se entienda en su literalidad y por el que se daría la sangre y la honra es el de “ve a lo tuyo”, que podría unirse a otras devociones como la de “haz dinero”, “métete en tus asuntos” o el “pasa de todo”. De esta manera coloquial, el individualismo transforma a cada persona  en un pequeño diosecillo ausente, oculto en su ínsula solitaria. Porque el individualista se cree listo y, seguramente, lo sea, pero en realidad está solo. Se concibe solo y se autoproclama centro del universo y causa de su propio éxito. Obviamente, una postura que enfrenta lo individualidad a la comunidad, es una fuente de la que pueden brotar litros y litros de problemas. Porque no hay persona que pueda vivir dignamente sin comunidad y no hay comunidad sin personas dignas de ser llamadas así.

Imaginen por un momento que todos  los seres que vivimos, trabajamos y morimos en este mundo siguiéramos,  devotamente, esta fe fundada en la soledad. Esta devoción del individuo por encima y por delante de todo; que quiere todo antes que nadie y que se cuela en las colas si hace falta.

Imaginen que la vida estuviera regida, no por la gratuidad, la distensión y la preocupación por el bien del otro, sino por la sacralizada sentencia “apáñatelas como puedas”. Imaginen que, en un momento dado, sufren un colapso en plena calle y nadie lo atendiera, o que en el peor momento de su vida, las personas a las que creía amigos, están demasiado ocupados en su devoción diaria del “tú, a lo tuyo”, repetido como las cuentas de un rosario tenebroso.

Imaginen que nadie saluda a quien sirve el café en el bar de siempre, cada mañana, y está a punto de perder a su madre o a su padre; o está recién operada de un pie y el hospital la ha dado de alta en dos días y debe estar aguantando el dolor y la mala educación del individualista de turno que, además, tiene prisa y cree que es el único cliente al que atender en la cafetería.

Imaginen, imaginen…; o, mejor, no imaginen tanto y miren con atención a su alrededor y dentro de sí mismos, y pregúntense desde cuando no se han interesado por la persona que lo acompaña, que lo ayuda a caminar, que trabaja a su lado y no lo oye porque se ha puesto los dichosos cascos. Pregúntese si ha descubierto que a primera hora de la mañana unos limpiadores “fantasma” ordenan su mesa de trabajo y desaparecen antes de que usted llegue. Pregúntese si usted también se ha dejado embrutecer por el individualismo y sólo piensa en ir “a lo suyo”, sin darse cuenta de que “lo suyo” compete a los demás.

Por desgracia, no hace falta imaginar ni mirar mucho para advertir que la bondad y la atención al semejante, que son fundamento de toda convivencia humana, están desapareciendo para dejar el espacio a un tipo humano desprovisto de magnanimidad, de bonhomía, de agradecimiento, de simpatía, de cercanía. Un tipo que ni siquiera responde al saludo…

Un tanto fatalista, la poetisa Francisca Aguirre ya advierte un mundo así cuando escribe:

Cómo comprendo a Cristo cuando dijo
que su reino no era de este mundo,
porque este mundo nuestro,
este maldito mundo en que vivimos,
viene siendo un horror desde el principio.
Mucho antes de Cristo, desde luego,
mucho después también. Está a la vista.
El hedor de la sangre es más antiguo
que los dientes, las piedras y las uñas.
Mundo de sangre y nada más que sangre:
empezaste viviendo de la sangre,
 y vas a terminar ahogado en ella.

Sin desdecir a Paca Aguirre, pues es evidente el mal en el mundo, la carcoma del individualismo tiene una solución dolorosa, pero eficaz. El solitario ‘individuo’, tarde o temprano, se quitará los cascos porque tendrá que pedir ayuda. Necesitará un dentista, un traumatólogo, una enfermera que lo calme antes de una operación grave. Tarde o temprano, necesitará un punto de apoyo cuando se vea solo ante la angustia de su propia muerte y, entonces, toda la armadura de individualismo, de autocomplacencia y egoísmo se vendrá abajo; su fachada ególatra caerá como un castillo de arena ante la orilla machadiana del  gran silencio, ya que aparecerá alguna buena persona, quizá desconocida, para levantarlo de su soledad y limpiar su ropa llena de barro.

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