martes, marzo 19, 2024

Lita Cabellut: «Yo, cuando pinto, me duele»

Una conversación con Lita Cabellut, la pintora española más cotizada

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Esta conversación forma parte del libro Cuéntame algo bueno. Conversaciones con mujeres. Editado por Ludiana, es un tomo que reúne conversaciones con 43 mujeres, de todos los ámbitos, desde las letras a la medicina, pasando por las Fuerzas Armadas.

Nos vemos en Sevilla, en una mañana amarilla y cálida de octubre. Antes fue en Madrid, en El Prado, el día que Lita Cabellut dijo que Goya es la Guardia civil de la ética, el día que enrolló el lienzo de una de sus pinturas, un retrato, para golpearlo hasta dejar sobre la mesa un resto de cascotes que algunos creyentes se llevaban como reliquias. La pintura, arruinada, tenía la magia de un desastre azaroso. Lita Cabellut, Manolita, llega vestida de negro, el cabello negro, los ojos negros, como si viniera de un tiempo remoto. Evita el relato de una infancia triste. No quiere esa leyenda. Tiene una sonrisa reciente, serena, y una mirada viva, enérgica. Luego sacaremos a la calle un sillón para la foto, como rebuscadores. Se sienta en el trono como una reina callejera, esta mujer arrebatada.

-Su primer recuerdo, la primera imagen que recuerda de su vida

Es un recuerdo de muy pequeña, un recuerdo que me marca mucho, que habla de mi manera de sentir la estética. La estética es el hilo conductor de mi vida. No me refiero a lo bonito o a lo feo, sino a aquello que me conmueve, que me inspira, o que me hace sufrir. La primera imagen es un patio lleno de nieve, y yo que me quiero comer esa nieve. Había un silencio profundo. El patio era gris y húmedo. Y de repente, con la nieve, se volvió tan bello. Es ahí cuando concibo la transformación de las cosas. Ese es mi primer recuerdo. No lo recuerdo como un pensamiento, sino como un estado de profunda felicidad.

-Su infancia es una sucesión de desgracias: el abandono, el orfanato, la adopción

Un paisaje con baches, con lagos profundos, pero también con mucha suerte. De mi infancia el público conoce algo, pero en la balanza he tenido más buena suerte que mala. La suerte de encontrarme con gente a la que le importaba la ética ajena, la madre que me adoptó. Me adoptó a los 56 años y a veces me pregunto si yo, que acabo de cumplir 58, sería capaz de hacerme cargo de una niña rebelde, sin educación, con unos traumas de aquí a Madrid. Me da vértigo pensarlo, me da miedo. Imagínate la fuerza de ese amor, la voluntad y la humanidad que tuvo esa mujer. Ese fue mi primer golpe de suerte. Después de eso las decisiones fueron más fáciles. A mi me dieron la oportunidad de elegir mi camino, porque podía haberme quedado en esa familia, pero elegí mi vida. Y me dijeron: si te vas no te vamos a apoyar, porque te hemos recogido para llevarte a un final, y ahora te marchas. Aquella decisión fue muy dura, fue volver a estar sola, a no tener familia. Yo quería ser artista. Con ellos no podía. Con ellos podía haber sido una “joveista”: casarme con un hombre decente, de buena familia. Era una familia muy conservadora.

-Sentías que esa no era tu vida.

Me quisieron llevar al Opus Dei. Me llevaron un viernes y el sábado estaba de vuelta en casa. Yo no tenía ninguna educación católica. Me dejaron en Montserrat y el sábado por la tarde me devolvieron y mi madre se echó las manos a la cabeza. ¿Quién podía educar a aquella niña? El caso es que mi madre tenía un cuñado, el padre Llhois, un jesuita, una persona muy culta, muy formada, una eminencia. Vivía en una residencia de la Compañía. Los sábados, de doce a dos, me iba a verle. Yo no me perdía aquellos encuentros por nada del mundo. Si tenía fiebre, iba a verle. Me enseñó ética, le dio forma a mi inteligencia. Se puede decir que tengo una formación jesuita. El fue mi segundo golpe de suerte. Empecé a trabajar con él a los doce años y dos días antes de irme a Holanda fui a despedirme. Y el padre Llhois me dijo: vete tranquila, ya estás preparada para tu vida.

Lecciones con un jesuita

-¿Cuál era su secreto, escucharte?

No. El padre cogía un tema y hablaba. Si yo no estaba de acuerdo me preguntaba por qué. No hablaba de Dios, ni de lo bueno o de lo malo. Me dejaba la responsabilidad de pensar en qué ética me sentía más cómoda. A veces me decía, mira Manolita, todo lo que te digo te entra por un oído y te sale por otro, pero algo se va a quedar. Las charlas con él fueron una forma de reflexión sobre mi vida. Yo por los años, y por las experiencias que había tenido en mi infancia, de eso no podía hablar con nadie. Con el padre Llhois sí. Porque no juzgaba mis experiencias ni las vidas ajenas que me había encontrado en mi camino. Me dio una gran flexibilidad mental para entender al ser humano. Mi formación psicológica e intelectual se la debo a él.

-Te permitió entender tu vida

Es que no juzgaba a las personas que habían creado las situaciones por las que pasé. Aquello para mi fue un tratamiento psicológico para asimilar o para conllevar mis experiencias. No se trataba de clases de religión sino de humanidad, y esa era  su manera de llegar a una espiritualidad profunda. Yo ahora cuando pinto no juzgo, intento acercarme a la persona con respeto por su ser, por su mirada, no intento saber qué es lo que le ha llevado a ser como es, y eso es el padre Llhois.

-Con esa mochila vas a Holanda. Tengo la impresión de que, con esa vida, ya habías perdido los miedos.

Yo sabía que a los 19 años tenía que salir de este país y empezar mi vida. Había pasado una época, hasta los 12 años, en la que tuve una vida que no había elegido. No me sentía parte de esa vida. La segunda época tampoco había sido una opción. No me gustaba esa forma de vivir. Me adapté porque quería formarme. Dije, no voy a fumar, no voy a andar descalza, no voy a comer con las manos. A los 19 me dieron el pasaporte. Yo le decía a mi familia que me iba a ir, y se reían, me decían ¿dónde vas a ir si no tienes a nadie? Pero yo tenía un camino que hacer. Podía elegir entre Portugal y Holanda, y me fui a Holanda. Llevaba en el bolsillo el equivalente a quinientos euros que había ahorrado. Me subí a un avión y sentí una sensación profunda de libertad, pensé que en ese momento empezaba mi vida, la mía, que si me iba mal era algo que había elegido, pero nunca me ha ido mal.

-No tener miedo da una gran seguridad.

Es que siempre decía que más profundo de lo que había estado nunca iba a caer. Cuando te crías en un hogar, donde hay amor, seguridad, siempre tienes el apoyo de los otros, la seguridad de una madre, de un padre. Si tienes dolor está tu madre, si tienes problemas está tu padre. Cuando no están aprendes a tener responsabilidad directa contigo misma. Y eso te da poder sobre tu propia vida. Puedes cambiar, puedes transformar la situación sin depender de nadie. Hemos creado un tabú sobre la soledad, la hemos puesto como algo negativo, cuando es algo que tenemos que aprender a llevar, porque es parte de la responsabilidad. La hemos escondido detrás del sentimentalismo y eso no nos ayuda. La soledad es útil, para actuar, para desarrollarte como ser humano y es algo que hemos mutilado, es tremendo. Mi tercer golpe de suerte en la vida ha sido ser consciente de mi soledad.

El encuentro de Lita Cabellut con Rubens

-En El Prado te escuché decir que el museo guarda en sus pinturas toda la experiencia humana

El Prado es la galería de nuestros espejos, es nuestra herencia. Vengo de una infancia en la que el cuerpo de la mujer era un cuerpo sufrido, maltratado, lleno de tabúes. Por eso cuando llego al Prado y me encuentro con Las tres Gracias de Rubens, desnudas, bailando, riendo felices, es un choque para mi. Tenía la experiencia de ver a mi madre. Esto era otra cosa. El Prado me dio la conciencia temprana de que somos capaces de crear nuevas situaciones. El Prado fue para mi un psicoanálisis. Pienso ahora en Caravaggio, con ese dolor, ese sadismo, esos tintes rojos, los negros. Y Fra Angelico, tan diferente. Situaciones y perspectivas diferentes de lo humano, posibilidades de crear, de cambiar, de transformar. Esto me ayudó más que los mejores psiquiatras o las mejores escuelas. Me dio una rica y profunda perspectiva de la vida.

-La vida elegida son años en Holanda.

Muy felices. En los 80 aquello era maravilloso. El arte estaba a flor de piel. Estaba lleno de posibilidades: cultura, conciertos, teatro, literatura. Yo era la cliente número uno de la biblioteca del Cervantes de Amsterdam. En mi familia los libros estaban limitados, censurados. Así que yo en Amsterdam me encuentro con Milan Kundera, con Dante. Holanda fue para mi una casa de juguetes en la que podía elegir con qué jugar. No tenía dinero. Por las noches posaba como modelo en la academia de arte para ganar algo de dinero  para  pagar  mis materiales. Vivía en un cuarto muy pequeño que era mi palacio. Entonces conocí a Ana Durán y a Ana Yepes, que es hija de Narciso Yepes. Ellas estudiaban flauta en el conservatorio. Nos hicimos amigas. Vivian de ocupas en una casa a la que le faltaba medio techo. Se juntaron dos mundos, el de la pintura y el de la música. Hacíamos unas fiestas estupendas. En la última que hicimos se cayó lo que quedaba de techo. Narciso Yepes era el único que le pagaba a su hija el alojamiento. Cuando la familia venía a verla les llevábamos a casa de un amigo para que vieran que vivía en un sitio bien. Y con ese dinero vivíamos las tres. Era muy limitado, pero nos daba para vivir bien.

-Y en la Academia fue bien

A mitades del primer curso me pasaron a segundo, hice toda la academia en dos años. Pero terminas  y tienes un diploma y piensas en qué hacer. Yo decidí que seguiría viviendo de ocupa, porque había muchas posibilidades, así que ocupé una casa con jardín, donde planté mi huerta. Pero no había visto mundo. Solo tenía dos aspectos del mundo. Trabajé durante un año en un restaurante fregando platos y aseos. Reuní unos cinco mil euros, y me fui ocho meses a recorrer África en bicicleta, con un amigo y con mi perro. Recorrimos Costa de Marfil y al llegar a Ghana me contagié de Malaria. Cuando te despiertas con setenta picaduras de mosquito es fácil tenerla. El caso es que al llegar a Ghana estuve  una semana entre la vida y la muerte. Tuvimos suerte. Caí inconsciente y me recogieron en un camión. Había cerca un campamento de blancos. Estaban construyendo una carretera. Allí me atendieron y los médicos me dijeron que tenía una variedad de malaria muy agresiva. Perdí mucho peso, y muy debilitada pude llegar a Valencia. En Valencia habíamos quedado con una pareja de alemanes. Me recogieron y así llegamos a un pueblo de Tarragona que se llama Falset.

-Intuyo que se quedó

Es que llegamos a una casa cerrada que a mi me llamó la atención, me fascinó. Era una casa altísima. No teníamos donde dormir. Rompimos un cristal de la cocina y pasamos la noche. A la mañana siguiente pregunté en la panadería de quién era la casa y me dieron el nombre, Manuel. Llamé al dueño, que se enfadó muchísimo. Fui a verle y nos caímos muy bien. Me explicó que era una herencia, que la tenían cerrada, que les costaba un dinero al año, y le dije que le pagaba ese dinero por alquilarla. Me quedé cuatro años. Hasta que conocí al padre de mis hijos. Un día volví a casa de hacer unas compras y lo encontré fuera gritando que se quería ir. Los muebles se movían, los platos se rompían. Decía que había espíritus. El caso es que yo en esa casa había encontrado la paz. La mujer que había vivido en esa casa era muy religiosa. Yo también soy muy de mi casa, de mi mundo interior. No soy religiosa, pero si muy espiritual.

Los gitanos son los nómadas de la creación

-Me interesa su ser gitana.

No es algo consciente. No es que yo me sienta gitana. Fíjate, ayer habíamos quedado en casa para ir al aeropuerto. Mi hijo vive al lado. Vino con el pelo mojado y una mochila. Al principio no lo reconocí. Al verlo de lejos me dio un salto el corazón, digo ¿qué hace un gitano en mi calle? No sabes la ilusión que me hizo. Me sorprende cuando estoy entre gitanos ver que se mueven como yo, que tienen los mismos gestos. Me siento muy bien entre ellos, porque estamos tallados de la misma madera, pero no quiero justificar quién soy y por qué soy como soy por una etnia o una identidad. Son cosas que llevamos dentro, son una herencia, pero eso no me hacer mejor persona ni me explica por completo. Estos días vamos a trabajar en la Bienal del Flamenco con Rocío Molina, que es paya. No conozco a nadie con tanto duende ni con tanta fuerza como esta mujer, y sin embargo no es gitana. Quiero decir que ser gitano es una condición social. Es una raza, es una etnia, con unas tradiciones que se han hecho parte de nuestro ADN, pero luego tenemos la inteligencia, la educación, todas las posibilidades de desarrollarnos  que se  imponen a veces  sobre ese ADN-

-Luego están tus referencias, y entre ellas Camarón

Camarón me ha enseñado a pintar. Mira, en los gitanos hay una tradición que nos ha llevado a desarrollar la creatividad y la flexibilidad. Un historiador me contó algo que me impresionó. Después de la batallas entraban en el campo los judíos. Recogían las cosas de valor. Y cuando ya habían terminado dejaban paso a los gitanos. Los gitanos recogían los restos que no servían y hacían sus obras. Nuestra historia es hacer algo bello de lo que no tiene valor, de lo que se desprecia. Los gitanos han sido, por toda la historia de su persecución, los nómadas de la creación, de crear situaciones, rutas, objetos que nadie quiere. Para eso tienes que encontrar en la fantasía, muy profundo, y es ahí donde nacen lo cantes hondos, donde nadie los puede encontrar.

-Decía Tía Anica la Periñaca en sus memorias “cuando canto me sabe la boca a sangre”

Yo cuando pinto me duele, me duele aquí (señala con su mano la boca del estómago)

-Te oí decir que el arte es olvido

Porque el artista, cuando se ha hecho maestro, tiene que esforzarse por olvidar las técnicas, y dejarse llevar por algo más profundo, que es la intuición, y encontrar una memoria que es colectiva y que no se puede manipular.

-¿De dónde salen los personajes de tu obra?

Son todos míos. Yo elijo un tema. Cada obra es un capítulo de una historia. Primero tienes el concepto, y luego llegan los personajes. Vienen los modelos y los elijo. Los buscamos en la calle, o en una agencia. No son los guapos, los de la publicidad. Son gente especial, que tienen su mochila vital. Son albinos, son enanos, y con ellos trabajo el sentimiento que tienen que interpretar. No se trata de pintar lo que ves sino lo que sientes, y los modelos son perchas donde pones tus sentimientos. Decía Lucien Freud que no se puede pintar  un retrato porque nunca conoces a la persona. Los pintores pintamos siempre autorretratos. La prostituta que pinto soy yo, el dictador que pinto soy yo, la niña que sonríe soy yo.

-¿Por qué tus pinturas parecen cuarteadas por el tiempo, por qué tus figuras humanas son como restos de arqueología?

Somos una consecuencias de algo colectivo, no somos una creación reciente. Somos consecuencia del pasado y para mi esas grietas son el querer unir lo que hay antes de nosotros. El cómo mueves tus manos, tu físico, o cómo me haces las preguntas, son cosas que vienen de muy lejos. Intento percibir esa línea, busco en un pasado que puede ser de siglos atrás. Ese tiempo está muy presente. No lo puedo desligar. Necesitaba encontrar una materia en la que ese registro se pudiera tocar. Por eso mismo quería pintar lo que hay debajo de la piel, los músculos, la sangre, las arterias, los órganos. No sabes lo importante que ha sido deconstruir mi obra, esos procesos en los que busco lo que hay debajo de la piel. Y la herencia que somos, el pasado que somos, tengo una obsesión por entender el tiempo.

-Hemos llegado a la sesión de El Prado, ese retrato desmontado del bastidor, el lienzo enrollado, golpeado, maltratado.

¡Que no es maltrato! Es pasión. Es entregarse, es fiarse de la vida, del resultado más allá de tu manipulación, de tu intención. Todos queremos controlar algo. Pero el arte es incontrolable, es un impulso que no tiene frenos, que no tiene ritmos. Llegar a esa deconstrucción es llegar a la esencia de la libertad, donde no esperamos, donde nos entregamos. ¿Sabes lo difícil que es eso? Son ejercicios de libertad brutal. Yo he tenido que llegar  a ese punto, Tenía en mi estudio un Camarón que era mi santo y mi capilla, un cuadro que decía ese no lo vendo por nada del mundo. El día que decidí emprender el camino de romper dije: tengo que hacerlo con ese cuadro, porque si algo de verdad me cuesta soltar, si con algo me cuesta fiarme, tiene que ser con ese cuadre. No sabes en casa, todos estaban en contra.

-Me parece un ejercicio de desprendimiento extremo.

Es que es lo único que nos lleva a la vida, al caos absoluto, por unos momentos y después lo ves en el resultado. Cuando eres consciente y de verdad te desprendes, el resultado siempre es bueno. Una amiga me preguntó, ¿no te da miedo que salga mal? Es que nunca sale mal. Nunca pierdes.

-Sigue sin tener miedo a nada

Uy si, tengo miedo al dolor ajeno, al dolor de los que quiero. El resto no, yo quiero mucho a la vida, la vida es buena, pero es muy difícil.

-Hablas de tu equipo como una familia, hoy están aquí. Hubo, seguro tiempos difíciles.

Repartíamos el techo y la comida. Nadie cobraba y estaban allí. Teníamos una señora de la limpieza que cada tres o cuatro meses le preguntábamos si tenía dinero ahorrado porque no podíamos pagarle nada. Si teníamos quince euros y venía un cliente comprábamos flores y hacíamos una tarta de manzana a ver si nos compraba un cuadro. Nunca nos da miedo perder lo mucho o poco que tenemos. Cuando empecé con la deconstrucción los galeristas me decían que no iba a vender nada. Le pregunté a la financiera, ¿si vendemos lo que tenemos cuánto tiempo podemos aguantar? Me dijo que cuatro años. No pasa nada. Mi casa no es un templo, es un lugar donde trabajamos. Mi trabajo son ilusiones, sueños, deseos, batallas, glorias, fracasos. La casa son piedras y eso lo podemos crear en cualquier otro sitio.

-Eso es muy gitano

Eso es muy gitano

-¿Y como madre, como eres?

Muy matriarca. Cada uno vive en su casa y  comemos juntos. Cuando se pelean les llamo a todos a la mesa:  ¡de aquí no sale  nadie  hasta que no se arregle!  (rie)  De vacaciones nos vamos  todos juntos,  viajamos como gitanos. Mis exposiciones, sean donde sean, vamos todos, porque cuando salimos   no me gusta  ir a comer con los coleccionistas, me gusta ir  al hotel, que nos suban una comida, y así  hablamos,  siempre con mi gente porque  son los que  me recogen cuando me rompo  y me alientan cuando los necesito

-¿Te rompes mucho?

Si, cuando pinto lo hago con mi alma. Y eso es muy intenso. Lloro de emoción. No lloro de pena, de pena lloro poquísimo. Pero de sentimiento físico mucho.

Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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