Lo que Proust le escribía a su vecina

Cartas a su vecina. Marcel Proust. Prólogo de Jean-Yves Tadié. Traducción de José Ramón Monreal. Elba editorial

Marie Williams era vecina de Proust en el Boulevard Haussman. Ya intuimos que Proust no debía de ser un vecino cómodo. Para escribir la monumental novela En busca del tiempo perdido, forró su habitación de corcho con el objetivo de que no entrar en ella ningún ruido que le perturbara, que le distrajera de la exploración en el mundo interior de sus recuerdos. Un gran crítico dijo que la literatura de Proust es como la luz que proyectan las vidrieras medievales en el interior de una catedral, por ejemplo la de Reims, que se nombra en estas cartas. Proust, sensible hasta el extremo. Proust vivía en el primero. La señora en el tercero. En el segundo tenía su consulta el doctor Williams, el marido de Marie, dentista. La rueda del dentista también hace su ruido. Hay que apuntar que Marie Williams y Proust solo vieron una vez. Una. Fugaz. La primera carta es quizá de 1908. Proust nunca les ponía fecha. La última de 1916. Hubo más, parece ser, pero no se conservan. Las cartas nos llevan al mundo de Proust, y eso siempre es fascinante.

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Este pequeño mundo que dibujan las cartas de Proust a su vecina transcurre en el 102 del Boulevard Haussman. Proust ya vivía allí cuando el dentista puso su sillón y sus ruedas en el piso de arriba. Los Williams hacen obra en casa: una reforma. Proust sufre y llega a sugerirles los mejores horarios para que los obreros hagan sus operaciones de derribo. Pero, queridos lectores, se trata de Proust.

Las cartas del escritor son un prodigio de buena educación, de encanto exquisito, de buenas formas, una deliciosa prosa que envuelve la queja. Nada que ver con nuestro mundo. Además del incordio por las obras, la señora Williams toca el arpa, pero esto ya entra dentro de lo lírico. Las cartas hablan de música, y de flores, que de vez en cuando Proust envía a su vecina. Nada que ver, en apariencia, con el amor erótico. Alguna carta va dirigida al marido, al que le envía un ejemplar de Retratos de pintores.

La voz de la doncella

Proust termina sus primeras cartas con el ruego de que la señora Williams traslade sus recuerdos y saludos a su marido. En las últimas esa apostilla es menos frecuente. Marcel firma las misivas con un «respetuosamente suyo». En alguna le agradece un ramo de flores «maravillosas», y en otras le pide que le advierta si le llegan ruidos desde la casa del escritor: «me pregunto, además si no llega hasta su apartamento la voz muy aguda de mi doncella. Se queda en mi casa hasta muy tarde y se mueve sin hacer ningún ruido. Pero si oye su voz, le ruego que me lo diga». Tenemos derecho a imaginar que la doncella de Proust caminaría por la casa silenciosa como un muerto, con paso de gato y presencia etérea.

Las cartas, ocultas hasta ahora en una colección privada, tratan también, de forma tangencial, de los acontecimientos de la época. La guerra, la primera mundial, aparece entre las líneas de las misivas. Parientes que están en el frente, y la visita del médico militar, que exaspera a Proust y le hunde en un estado de preocupación. El médico va a verle para certificar que no es apto para ir al combate. Por tres veces se resuelve la situación militar de Proust, pero desde el ministerio de la Guerra insisten en examinar su estado.

Lectores, aunque sea de cartas

Noticias de muerte alteran la vida de los vecinos. En marzo de 1915 Proust escribe que después de perder a muchos seres queridos, el más querido, Bertrand de Fénelon ha caído en combate. «No creía que Dios pudiera aumentar mi pena, hasta que he tenido conocimiento de la suya. Y me he acostumbrado tanto, aun sin conocerla, a simpatizar con sus tristezas o sus alegrías, a través de la pared más allá de la cual la siento invisible y presente, que la noticia de la muerte de su hermano me ha acongojado vivamente».

Pero a Proust la señora Williams le interesa como lectora. Le envía los tomos de En busca del tiempo perdido conforme van publicándose. Le expresa la esperanza de que sus obras le den tanto placer como a él le dan las cartas de ella. Y le anota algunas claves sobre el orden de la obra colosal: «no es que el segundo volumen signifique gran cosa; es el tercero el que ilumina y aclara los planes del resto. Solo que, cuando nse hacen obras en tres volúmenes en una época en la que los editores no quieren publicar más que uno por vez, hay que resignarse a no ser comprendidos, porque el mazo de llaves no se encuentra en la misma ala del edificio que tiene las puertas cerradas». Son lectores lo que quiere Proust: «le agradezco que me haya dicho que uno de sus amigos del frente me lee. No hay nada que pueda hacerme sentir más orgulloso». Lectores, aunque sea de cartas, aunque no les conozca más que por sus ruidos.

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Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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