Los ultramundos de Ádám Bodor

Los pájaros de Verhovina. Adam Bodor. Editorial Acantilado

Acantilado ha publicado en España lo más notable de su obra: El distrito de Sinistra, La visita del arzobispo, La sección (colección de relatos) y ahora Los pájaros de Verhovina. En las obras de Bodor no hay referencias temporales, pasado y presente se despliegan en el mismo plano, en el mismo laberinto circular, y el lector camina ciego, sin marcas que le ayuden a situar en el tiempo estas contrautopías tan disolventes como el ácido sulfúrico. Quien lea sus novelas como un ataque brutal contra el totalitarismo, está en lo cierto, pero la literatura de Bodor va mucho más allá en su viaje profundo hacia los abismos de la condición humana. Sus obras deberían estar presididas por aquella frase que servía de pórtico al infierno de Dante: quienes aquí entran, que abandonen toda esperanza. En la vida de sus personajes no hay rastro de alegría, no existe el placer y hasta la comida es un acto tosco, algo muy cercano al instinto animal.

El mejor lugar para despedirse de la vida

En Los pájaros de Verhovina Bodor nos lleva a Jablonska Poliana, un lugar aislado del mundo desde que se interrumpieron las obras del tren. Los pájaros levantaron un día su vuelo y no regresaron. Si vuelan, ya no se posan en sus árboles. La novela está narrada por Ádám, hijo adoptivo del encargado de las fuentes termales, de las que emana un agua caliente, salada y sulfurada que difunde en el valle una niebla fétida que todo lo impregna, todo lo pudre. Como dice uno de los personajes de la novela, «no hay mejor lugar que Jablonska Poliana para despedirse de la vida».

Ádám Bodor

Habitan Jablonska Poliana seres minerales, cubiertos de hielo o de musgo, desapasionados, sin un resto de amor o de amistad. Incluso el sucedáneo de la felicidad tiene la textura viscosa de la baba: «la saliva de la felicidad se dispersa tibia en la ventana y se filtra por el cristal, se esparce por mis miembros, empieza a latir done acaba la columna vertebral y donde la percibo como un magnetismo, hasta que de pronto inunda mis muslos con su ardor, baja fríamente por mis piernas, desciende hasta las plantas de los pies, adonde llega gélida». En Los pájaros las doncellas son pérfidas, los popes llevan escrito en sus vestidos el nombre de la muerte, y los sucesos paranormales se mezclan con el crimen. Cinco niñas son fulminadas por un rayo en las ruinas de una iglesia. Cuando las encuentran, convocan a una curandera que recupera a dos de ellas. Las pequeñas serán asesinadas en el hospital, como si nada tuviera que escapar a la fatídica siega de la muerte.

Una mirada goyesca

«A los de Jablonska Poliana, dice el narrador, se les reconoce por el hedor. Algún problema debemos de tener y se desprende, por ejemplo, del hecho de que cuando llega un forastero y se instala entre nosotros, se tapa durante un tiempo la nariz con un pañuelo y a veces necesita horas hasta volver en sí, hasta acostumbrarse a nuestra cercanía y sobre todo al aire que lo rodea y que necesariamente habrá de respirar».

El mundo de Bodor no es sin embargo un mundo plano. Lo trágico comparece mezclado con lo irrisorio. Su prosa tiene un aire goyesco, como en ese personaje que cada vez que se enfrenta a situaciones críticas se encierra en su habitación a leer un libro de recetas que tiene un capítulo titulado «platos únicos para los días de pena que son difíciles de pasar». Lo trágico y lo cómico en la vida de unos personajes que están siempre a punto de partir, con prisa por vivir sus «últimos días».

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