El ruido del tiempo. Ósip Mandelstam. Prólogo traducción y notas de Ernesto Hernández Busto. Editorial Elba.
Lejos de un intento de biografía, Mandelstam empieza a escribir este libro en el otoño de 1923 en Crimea. Se publicará dos años después. El ruido del tiempo discurre por los escenarios que su imaginación infantil poblaba de escenas de desfiles, «un desfile militar nunca visto, ideal, universal», explora su compleja relación con el judaísmo, la música, el teatro, la literatura, o la tensión entre el tiempo y la memoria. El centro de su interés es el nacimiento de un lenguaje propio en un momento de ruptura del tiempo: «sobre mi y sobre muchos de mis contemporáneos pesa un impedimento congénito. No aprendimos a hablar, sino a balbucear, y solo prestando atención al creciente estrépito del siglo y salpicados por la blanca espuma de su creta, adquirimos una lengua».
Lejos de toda épica, Mandelstam advierte en su breve ensayo titulado La Komisarzhévskaya que no se trata de ahblar de sí mismo: «más bien intento seguir la época, el ruido y la germinación del tiempo. Mi memoria es enemiga de todo lo personal. Si de mi dependiera, sólo arrugaría la nariz al recordar el pasado». El poeta es un maestro de eco, dice el escritor, y se afana en «recordar simulacros de voces en vez de rostros. Perder la vista. Palpar y reconocer con el oído». Recordar, añade en una de las más bellas metáforas de este libro, «es remontar en solitario el cauce de un río seco».
Sin rastro de nostalgia, Mandelstam siente un abismo entre su época y su ser. Contempla a su familia con distancia, y siente a su padre como un hombre que «me traslada a otro siglo, a uno completamente ajeno, a un ambiente remoro que, por cierto, nada tenía de judío». Escribe esto en El caos judaico, donde resuena una lengua extraña, la de su padre, que no era ni ruso ni alemán: «jamás había oído algo semejante. Era una lengua por completo abstracta, inventada, el discurso ampuloso y retorcido de un autotidacta que mezcla palabras de uso común con antiguros términos filosóficos de Herder, Leibniz y Spinoza, la extravagante sintaxis del talmudista, frases artificiales no siempre acabadas…», o donde se apunta la poderosa influencia de su madre, lectora y pianista.
Toma distancia del judaísmo, de la herencia familiar descrita a través de la biblioteca doméstica, una cultura construida por capas de siglos superpuestos: las ruinas del judaismo ortodoxo, sobre los ecos de la Ilustración alemana, y sobre todo la obra de Pushkin. Así que estamos ante el eco de los sonidos del tiempo de Mandelstam, la fuente en la que emanan los materiales sonoros con los que, como señala Hernández Busto, compone su concierto. Alude el traductor a la estrofa en la que Mandelstam dice: «Mi tiempo, mi bestia, ¿quién será capaz de ecrutar tus pupilas y pegar luego con su propia sangre las vértebras de dos siglos?» Mandelstam pegó con su propia sangre los huesos de esa bestia del tiempo, sin ninguna voluntad de ser víctima ni de pasar a la historia como la carne torturada por Stalin, «el montañes del Kremlin», del que describió sus dedos grasientos, en un poema que le llevaría a prisión y a la muerte. Amaba la vida, y nos dejó una obra a la que volver por siempre. El ruido del tiempo nos da alguna de las claves fundamentales de un poeta que nos legó una obra inagotable.