Moralistas y puristas son primos hermanos

Si el moralista es un destructor implacable de la sana convivencia, el purista –puritano- es un experto en demoler las expectativas a la nueva generación. Tanto el uno como el otro se entienden a las mil maravillas a la hora de censurar cualquier tentativa humana de abrir nuevos caminos a los ya transitados.

El purista o puritano, es un experto en el arte del desprecio al tiempo que le ha tocado vivir. Mire donde mire, todo es peor; está desviado, se aleja del origen que él, puro y ortodoxo, se encarga de minusvalorar en comparación con su feliz recuerdo: cuando las películas eran mejores, los trinos de los pájaros más trinos y la realidad entera se mostraba prístina y absolutamente transparente en su imaginación.

El purista abre su tarro de las esencias, pero no para compartir la fragancia, sino para usarlo como arma arrojadiza contra quien se atreva a recrear músicas, libros, pinturas en el tiempo aciago, perverso, que le ha caído en desgracia.

Por eso, el pesado purista es un ser eternamente fuera de juego; tan fuera de juego que se sitúa en el palco de autoridades o en la primera fila de butacas para criticar las desviaciones contra natura del presente o la decadencia que, sin duda, él no vivió, cuando el Guerrita o el Gallo hilaban la faena mucho mejor que Rafael de Paula.

El ser puro vive en un recóndito lugar donde las cosas eran perfectas, como Dios manda, el Flamenco se cantaba mejor, la ópera era ópera y Beethoven era interpretado según el evangelio de Beethoven; así que el puro detesta todo lo que no se cristalice y se repita, atendiendo a un canon intocable que sólo él recuerda.

Sobre el purista, diremos que no sólo es un fabulador, sino un ignorante y puede que un envidioso, además de un desconocedor absoluto de la dinámica cognitiva del hombre. Sirva como ejemplo la purista y grandiosa cantaora Anica la Piriñaca que dirá de Camarón, frente a toda España, que no sabía cantar seguiriyas, cuando a la vista y a los oídos está que el gitano rubio de la Isla era y es la quintaesencia de todos los cantaores, y que él, humilde y sabedor de sus facultades, recogía trocitos de aquí y de allá para levantar una obra flamenca que perdurará por su magisterio y porque, como buen alumno, aprendió el cante desde la tripa de su madre.

El padre de Paco de Lucía, cuando el guitarrista era ya una celebridad en los cinco continentes dirá de la música de su hijo que le parecían “sones espiritistas” y, aunque acabó pasando por el aro de la genialidad y virtuosismo de Paco, también el virtuoso Sabicas, antecesor del arte guitarrero, se levantó más de una vez de la butaca para luego echarle en cara que “por qué no volvía a tocar flamenco como antes”. Andrés Segovia, directamente, lo despreció diciendo que “sólo tenía los dedos listos”, seguramente al ver que su fama y sus facultades decaían frente a la fuerza, virtuosismo, técnica y composición del algecireño, que no tuvo remilgos en introducir todo lo que enriqueciera su toque.

Estos dos ejemplos flamencos pueden ilustrar el proceder de quien se cree heredero único de una tradición. Pero en todos los ámbitos de la vida acontece esta misma batalla absurda entre lo nuevo y lo viejo. Por eso, el purista, que sabe de alguna manera lo que sabe por transmisión; por recepción de un conocimiento y no por magia, es un poco envidioso porque, en definitiva, le cuesta ceder el paso, dejar el sitio, levantarse de la cátedra y ensalzar el mérito de sus alumnos.

Al contrario, sucede lo mismo. Puede haber puristas desde la más tierna edad que se creen guardianes de su propia esencia. Esto yo lo llamaría, directamente, soberbia: la soberbia de quien no quiere reconocer que su trabajo está fundamentado en generaciones que lo han precedido. De hecho, no suelen hablar de sus influencias, de sus maestros. Tanto unos como otros, por interés, por ignorancia voluntaria, por arrogarse el mérito o por mero solipsismo egocéntrico, se enzarzan en batallas de abstracciones y mentiras, ya que no hay nada ni nadie que no sea relativo (en el sentido de relación) a alguien que lo antecede. Porque no hay conocimiento sin relación con el pasado y no hay pasado que no necesite reinterpretarse, si no quiere terminar como una pieza de museo o una mariposa clavada al enmohecido terciopelo de una vieja colección.

Nadie tiene tantas vidas para inventar una tradición con su propio esfuerzo. Por eso, el purismo es una abstracción insana que olvida su procedencia y su desembocadura en nuestra razón; que olvida que nadie empieza sabiendo y que el saber debe integrarse en el presente, a la comprensión del presente y a las personas reales del presente.

Todo está relacionado, entrelazado, imbricado, interpretado y reinterpretado en miles y miles de formas distintas de proceder ante el mismo camino misterioso de la creatividad, y todas estas formas distintas son una riqueza, una adición, un hermoso detalle, no una perturbación en la cadena oxidada del saber absoluto.

En una de sus Cartas marruecas, José Cadalso advierte del desatinado desdén entre puristas viejos y jóvenes y de la tentación de que en nosotros suceda el mismo desprecio por lo bueno recibido del pasado. En su carta LXXIX, el autor se refiere a esas batallas generacionales de ego:

“Dicen los jóvenes: esta pesadez de los viejos es insufrible. Dicen los viejos: este desenfreno es inaguantable. Unos y otros tienen razón (…) La demasiada prudencia de los ancianos hace imposible las cosas más fáciles y el sobrado ardor de los mozos finge fáciles las cosas imposibles. En este caso, no debe interesarse el prudente (…) ni por uno ni por otro bando; sino dejar a los unos con su cólera y a los otros con su flema; tomar el medio justo y burlarse de ambos extremos”.

Son, precisamente, estas batallas generacionales entre puristas, las que más ensucian con su barro los engranajes de la Historia humana; las que ponen más palos en las ruedas de lo obvio y paralizan el progreso en nombre de una ilusión. Ambos contrincantes se pierden la hermosura impura que recibimos en la sangre, en la leche materna, en los cantos que escuchamos, en los gestos de gratuidad que recibimos como regalo en forma de conocimiento y que nosotros, al mismo tiempo, somos llamados a reinterpretar adecuadamente para nuestros hijos hoy, ahora.

Ciertamente, no es fácil la tarea. Pero es más difícil transitar el mismo camino peleados entre nosotros y con la Tradición inevitable en la que nacemos.

Ya lo dice el andaluz que hizo a Moguer universal:

“Qué difícil es unir

el tiempo de frutear

con el tiempo de sembrar.

(El mundo jira y jira,

ruedas que nunca se unen

en una rueda total.)

Un solo día la vida,

un día completo y todo, que no se acabe jamás”.

Que no se acabe, por tanto, la necesaria interpretación de los fragmentos de verdad que brillan en cada eslabón humano; en cada persona, en usted, en mí. Y como “la verdad es sinfónica” según dice Urs  Von Balthasar, seamos agradecidos con el primer silbido de un pintor de cuevas, con el primer flautista, con el viejo Ziriab, con las folias, con las chaconas, con el dios Bach, con los Nocturnos de Chopin que escuchaba la Niña de los Peines, con el Para Elisa que destroza mi niña, con los fandangos de ultramar, con todas las oberturas y los remates abandolaos de la sierra de Málaga que conforman todos los millones de matices desconocidos que nos regalan los autores con su herencia renovada, tal y como hace la poetisa Alfonsina Storni:

“Manos que yo no veo

el alma me desatan

de nuevo; nuevamente

creo en algo: se aplaca

 mi amargura, y de nuevo

digo, sin entenderlo:

¡Gracias!

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