¿Qué es mejor, vivir o soñar?

Una de las expresiones más manoseadas por publicistas y autores de libros de autoengaño es la de “persigue tus sueños”, ir en pos de ensoñaciones, brotes de idílicas vidas en las que, de un solo volantazo, cambia el paisaje y las circunstancias que todos y cada uno de nosotros vivimos.

Tal vez los publicistas y acuñadores de frases epatantes no lo sepan pero, en vez de promocionar un coche o unas zapatillas que quiten la fatiga del vivir, están vendiendo una de las drogas más adictivas que se puedan probar: el idealismo puro y duro con música épica de fondo.

Perseguir sueños, en la mayoría de los casos –seamos sinceros- no se entiende como una acción fructífera, sino como una fuga a través de los túneles de modernuras y comodidades inaccesibles, excepto en el instante en que el globo imaginario se infla demasiado y explota.

Ese globo de dulzuras y viajes puede ser un inocuo pasatiempo previo a la siesta del sábado, si se puede. Pero algunos idealizan tanto, sueñan tantas abstracciones que huyen de su país después de haberlo esquilmado con una guerra, o con un genocidio, como si tal cosa…

¿Perseguir un sueño? No me opongo; depende del sueño; de su realización en la apoyatura de lo real. Si es sólo una evasión más, perderá un poco de tiempo, tendrá sus consecuencias inmediatas en el hecho de su abandono por imposible y según sus responsabilidades; porque no es lo mismo el placentero e indoloro sueño de un deslomado mozo de almacén que se distrae pensando en que acierta la quiniela, que un idealista que nos envuelve en una recesión, o entre las garras de una guerra por un palmo de frontera geoestratégica. De hecho, muchos destrozan su realidad en busca de blancuras, purezas y perfecciones inmaculadas. Pongan ustedes ejemplos; seguro que lo hacen mejor…

Si el ensueño lo ausenta demasiado de la tierra, entonces tiene un problema porque, sin darse cuenta, se ha vuelto adicto a la fuga y a la huída. Lo malo del escapismo es su desprecio a la vida real y a las personas que la conforman; es decir, las únicas que demuestran su existencia y buenos resultados.

Quien decide escapar de la realidad perderá toda la riqueza que se le ha concedido en forma de cultura, de relaciones personales, compañía, hijos, nietos, si no se ha elevado tanto como para haberse quedado solo antes de tiempo, abotargado en ensueños irrealizables. De hecho, me atrevo a  decir que este idealismo  es una de las razones del desastre educativo y afectivo de nuestra generación porque no se puede invitar a soñar, sin dar las instrucciones de vuelo pertinentes y sin las alas que sólo crecen con el gusto por la lectura, por la pintura, por la música, por las artes e ingenierías todas, y con el incesante esfuerzo por espolear la curiosidad y el hambre de conocimiento en la universidad de la vida, que tiene más cursos que cualquier otra carrera y sólo te dan el título al morir.

Luego, cada uno, encuentra su sitio si puede, pero hay que enseñar esos lugares y enseñar esos métodos para cada disciplina. Y yo, en contra de la vanidad de muchos genios, les digo que a todo, absolutamente a todo, se puede aprender, sin tener que ser Caravaggio, Leonardo da Vinci o Luis Cernuda.

Lo triste es que faltan maestros de la pasión y sobran especialistas de una sola materia y agoreros del infortunio que, mientras se quejan amargamente de los males del mundo, curiosamente están dejando de trabajar por solucionarlos.

Nadie duda de la dureza de la vida. Por supuesto que cuesta vivir esta intemperie, este piélago aristotélico, esta existencia dolorida para la que algunos sólo encuentran el recurso estéril del pataleo. Claro que hay desiertos y claro que hay decepciones. Ya lo dice mejor que yo mi Paca Aguirre; triste pero realista como ella sola:

“Cuesta vivir cuando anochece,

cuando se borra el mundo y todo falla.

Cuesta tanto vivir que ni siquiera pensar

en la muerte nos consuela…”

Sin embargo, todo dentro de nosotros intuye que la vida, a pesar de sus dramas, sigue siendo bella. Mucho más bella que los sueños, por muy exquisitamente revestidos que aparezcan en las voces de engañabobos y predicadores de la fuerza bruta o del voluntarismo de las marcas deportivas.

Puestos a hacer un balance, es mejor el deseo alentado por la educación; por profesores apasionados. Por benefactores de alegría. Quien lo prueba, lo sabe. Y no hay deseo más alentador que la solución de los problemas reales y la proyección de una sociedad más justa, más libre de tópicos, más alegre.

Entre el ensueño inalcanzable y el pesimismo estéril hay un gran campo de posibilidades para enseñar a cada hombre que el mundo nace cada día para él como un gran balón, como un fruto maduro, como una granada preñada de rubíes…

Además, si todos sueñan con glorias imposibles, con vanidades henchidas de humo y ceniza, con debates en los que vence y convence, ¿quién se queda despierto, consciente? ¿Quién enseñará el gusto de construir puentes y casas habitables? ¿Quién enseñará a oler el palosanto y el ciprés que desprenden las guitarras cuando se apoyan en el corazón? ¿Quién enseñará a escribir, a leer, a escuchar? ¿Quién “levantará del polvo al desvalido”? ¿Quién hará guardias durante su enfermedad? ¿Quién se quedará despierto; quién se sacrificará para acompañar a los perdidos en sus sueños?

Y, para acabar, si todos vuelan adormilados, en fuga, escapando de sí mismos en su globo aeroestático ¿quién cuidará de los que abandona? ¿Quién lo abrazará, cuando lejos, en otra atmósfera, descubra que su ensueño en realidad era una pesadilla?

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